Un banquete de pintura
Si cualquiera de las secciones que componen esta exposición hubiera viajado a España independientemente del resto, ya sería por sí sola un hito de enormes dimensiones. Hay que imaginar entonces lo que representa poder contemplar el equivalente a siete muestras excepcionales, una sección tras otra, en un solo recorrido. Y hacerlo a sabiendas de que es la única oportunidad en Europa, antes de que estas 64 obras maestras de la pintura realizada en Francia en la segunda mitad del siglo XIX y la primera del XX retornen, tras un largo periplo por EE UU y Canadá, a su lugar de origen, la prestigiosa Kelvingrove Art Gallery, de Glasgow, considerada la mejor pinacoteca municipal británica.
DE MILLET A MATISSE
Fundación "la Caixa"
Plaza de Weyler, 3
Palma de Mallorca
Hasta el 24 de abril
Sin temor a exagerar, estamos ante una de las más sobresalientes exposiciones colectivas que hayan viajado a nuestro país, uno de esos eventos que, de haberse celebrado en Madrid o Barcelona, serían escenario de colas kilométricas. Conviene decir que también en Mallorca bate registros de asistencia.
Mencionemos un primer acierto de la comisaria, Vivien Hamilton, al no ceder a la tentación de la cronología. De Millet a Matisse recorre el esplendoroso lapso que va desde 1830 hasta 1940, un siglo áureo para la pintura, en el que se renovaron todos los cánones de la mirada estética. Sin embargo, la muestra se ha organizado por espacios temáticos, procurando así no predisponernos a esa disección temporal supuestamente acumulativa a que nos tiene acostumbrados la historiografía de arte académica. Como resulta imposible diseccionar todo el caudal de sensaciones que genera la exposición, habrá que armarse de valor y destacar piezas del nivel de Niño sentado en un prado (circa 1882-1883), óleo de Seurat que es todo un manifiesto de la técnica del balayé, el entrecruzamiento de pequeñas pinceladas que derivaría en la eclosión del divisionismo y el puntillismo. O Muchacha de circo (circa 1939), soberbio retrato del religioso Rouault en el que la expresiva firmeza del trazo y el color evoca, en un entorno desusado, la espiritualidad de las madonnas góticas con su mirada caída, ladeada, contemplativa.
Retrato de Alexander Reid (1887), unido a Molino de Blute-Fin (1886), ambos de Van Gogh, justificarían por sí solos la exposición. En el otro extremo, la inmensa dignidad y perfección de los tres bodegones de Fantin-Latour nos conduce a un registro opuesto de sensaciones. Estamos luego ante la colosal terrosidad de De camino al trabajo (circa 1850-1851), de Millet; el magistral ejercicio de sabiduría pictórica de Plato de fruta, copa y botella (1926), de Braque; la carnosidad de Cesta de la fruta volcada (circa 1877), de Cézanne; la maestría en el uso de estampados y arabescos de Matisse en Mujer con traje oriental (1919) o el Picasso que se busca a sí mismo en La vendedora de flores (1901). Concluiremos por decir que el alud de visitantes que recaerá en Mallorca por Semana Santa tiene algo muy serio que añadir a su programa.
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