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Columna
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Puertas abiertas

El Círculo de Bellas Artes, que cumple ahora 125 años, organizó el sábado una jornada de puertas abiertas innecesaria. Innecesaria, porque esas puertas no sólo están siempre abiertas a todos los madrileños, sino a cualquier forastero que entre por ellas. Jamás en tanto tiempo fueron tan francas, tan de todos y tan contemporáneas. Si en el 82 del siglo pasado no se festejó el aniversario del Círculo con 100 velas, fue porque la casa no estaba para muchas celebraciones.

Era, de pura indolencia, un club viejo. Las bellas artes casi no lo pisaban. Acaso sólo por los desvanes pictóricos de sus azoteas escolares de los oficios artísticos, casi clases de manualidades. Lo que preponderaba era la cultura del billar, más algunos lúdicos trapicheos que se apoderaban del hermoso edificio de Palacios, como si hubiera devenido en casino. Su labor más meritoria entonces, o al menos la más humana, quizá consistiera en dejar los miradores de la popular Pecera a los cada vez más escasos miembros de un geriátrico selecto, socios al corriente de sus cuotas, para que contemplaran nostálgicos el paso del tiempo por la calle de Alcalá y se aposentaran allí como los verdaderos propietarios de un privilegiado club aristocrático. O más bien decadente. O ruinoso. Pero empezaron a irse de esta vida muchos de los que pagaban las cuotas y aumentaban los ludópatas por los corredores de un círculo vicioso. Así que, alarmados por la desnaturalización de una sociedad cultural prestigiosa o por el derrumbe económico que la hacía inviable, algunos reclamaron que el Ministerio de Cultura acudiera a redimirla de sus riesgos de extinción. O a cerrarla.

Quizás esperaran que el Estado, con su bolsa, se hiciera cargo de las deudas y no que tratara de instalar en el siglo XX a una sociedad decimonónica que no se caracterizaba en aquel momento por su dimensión cultural. Pero Javier Solana, que también fue ministro de Cultura, contó aquella vez más con el entusiasmo de algunos agentes culturales que con el presupuesto. Convenció así a un grupo de artistas para tomar el Círculo por su cuenta, y los dejó allí a sus anchas, abandonados, dándoles mucho ánimo y poco parné. El escultor Martín Chirino fue entronizado como presidente en un luminoso despacho con vistas y los artistas convocados para aquella empresa pensaron, ingenuos, que lo suyo, metidos en una sociedad que había nacido de una tertulia, la del Café Suizo de 1880, era debatir sobre un moderno proyecto cultural para esta ciudad. Eso era lo que tal vez creía gente como Lucio Muñoz, Juan Genovés o Pedro García Ramos, Mario Camus o Tomás Marco, Fanny Rubio, José Luis Fajardo o Juan Cruz. Pronto descubrieron que con los acreedores a la puerta y con la imaginación sin dotación económica -Chirino pidiendo ayuda en las administraciones a los mismos que se la habían pedido a él para meterse en aquello- no se podría pasar del lugar hasta el que los había llevado el entusiasmo antes de que llegaran los desencantos.

El entusiasmo dio sus resultados: la restitución a la ciudad de un espacio cultural que le pertenecía. Se perfiló el estilo de un lugar de encuentro, plural en el debate de las ideas y en la estética; abierto a todas las iniciativas y a todas las tendencias culturales; a la interrelación entre todas las disciplinas y al encuentro de las tradiciones y las vanguardias; un centro dispuesto, en definitiva, a ser una fiesta permanente de la cultura. Pero lo que no llegaba era el dinero. Y ahora que he leído en estas mismas páginas que Alicia Moreno, la concejala madrileña de Las Artes, piensa, y con razón, que en toda política cultural es importante saber primero dónde se pone la pasta, he recordado que en el Círculo había tan poca que costaba soñar en números rojos. Pero en aquellas primeras juntas directivas ya estaba un arquitecto que fumaba en pipa y contemplaba la realidad detrás del humo: Juan Miguel Hernández de León. Llegó a presidente, consiguió poner a las administraciones de acuerdo y a los particulares, también, acogió las iniciativas de todos con una línea de rigor y de sensibilidad desprejuiciada y logró al fin que la mejor consecuencia de aquella tertulia del XIX fuera este hermoso lugar de encuentro del siglo XXI. En Telemadrid le preguntaban ahora si se encontraba cómodo con la etiqueta de progresista que se le ha endilgado al Círculo. Y aunque parezca mentira, tuvo que explicar, sonriente, que ser progresista es un valor positivo no excluyente, ni exclusivo de ninguna tendencia política.

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