El brazo ejecutor del 11-M
Allekema Lamari, 'Yasin,' jefe de la célula terrorista, es descrito por sus amigos como un paranoico obsesionado con castigar a España. Su determinación movilizó a los 'yihadistas'
En 1997, en la localidad navarra de Tudela, se detenía de madrugada una camioneta DKW al otro lado del puente del Ebro para recoger a un grupo de inmigrantes argelinos que trabajaban en la finca de Sebastiana, una terrateniente navarra. Sus campos de alcachofa, espárrago y coliflor eran un polo de atracción y una esperanza para centenares de trabajadores que viajaban desde numerosas localidades de Argelia donde el nombre de aquella mujer se hizo popular. Al atardecer, la furgoneta paraba en el mismo puente y los hombres regresaban a pie a la ciudad.
En aquel grupo estaba Allekema Lamari, el jefe del 11-M y uno de los siete suicidas de Leganés (Madrid), entonces un trabajador de 32 años, bajito, delgado, tímido y algo apocado. Subía cansado, con su mochila al hombro, hasta la plaza Vieja, donde se levanta la imponente catedral, y entraba en el número 4 de la calle de San Antón, una pensión antigua y desvencijada, de tres alturas y sin ascensor. Marisa, la dueña, una mujer morena y expresiva, era el otro apoyo en la aventura de aquellos trabajadores que habían dejado atrás a sus familias en busca de una vida mejor. A los más necesitados no les cobraba las 25.000 pesetas mensuales que pagaban de alquiler. "Uno estuvo un año hasta que le dije que no podía mantenerlo más", recuerda. "No me arrepiento. He encontrado en ellos cosas que no tienen algunos españoles. Cuando estaba enferma me han cuidado en este sofá durante noches enteras".
"Era serio y huraño, el más cerrado y religioso de todos. Su virginidad era el secreto mejor guardado"
"Creo que se radicalizó en la cárcel. Le intentaron matar varias veces en prisión. Veía fantasmas. Estaba loco"
"Se puede hacer eso y mucho más. ¡Qué fácil es hacer daño!", confesó a un amigo al ver el atentado de Bali
Desde que llegó a Alicante en 1992 vivió en un limbo particular, lejos de las costumbres occidentales
En una de las siete habitaciones que Marisa tiene en el primer y segundo piso de su casa vivió Lamari durante meses. Tenía derecho a una cocina comunitaria y a utilizar los dos baños situados en el pasillo. Por la noche se aseaba, cuidaba su barba, se ponía ropa limpia de mercadillo y caminaba hasta el ultramarinos de Farid donde compraba comida. Paseaba por los alrededores de la catedral y regresaba solo a su habitación a leer el Corán. Un texto cuyas aleyas se sabía de memoria.
La casera lo recuerda como una persona "seria y huraña", aunque amable y discreta. "No hablaba con el resto. Era el más cerrado y el más religioso de todos". Allekema oraba entonces cinco veces al día y frecuentaba los viernes la mezquita de la calle Roncal, el centro al que acuden el millar de musulmanes que residen en Tudela. "Cuando asomaba la cabeza por la habitación para entrar a limpiar, él estaba arrodillado en el suelo sobre una alfombra y rezaba mirando a la Meca. ¡No entre ahora!, me recriminaba enfadado. Un día le pregunté por la religión y me dijo que la suya era la mejor. Sólo se podía hablar con él de religión".
Lamari siguió el recorrido habitual de los argelinos en Tudela: la finca de Sebastiana, la pensión de Mari, apodo con el que la bautizaron sus huéspedes, y un humilde piso en la parte vieja de la ciudad. Esta vez en la calle Verjas, en un viejo inmueble habitado por familias argelinas más acomodadas. Los inmigrantes que echan raíces en esta localidad traen a su familia. Es señal de que han mejorado.
Pero Allekema, un lobo solitario, según los pocos que le trataron entonces, tenía otros planes. Llevaba en España desde 1992, tenía estudios de aparejador y una tarjeta de residencia, aunque no parecía interesado en ejercer su profesión. Tampoco aparentaba añorar a sus padres, Mohamed y Teldja, de los que no hablaba a nadie, ni soñaba con crear su propia familia. Al igual que Mohamed Atta, el egipcio que dirigió a los pilotos suicidas del 11-S, su virginidad era uno de sus secretos mejor guardados. "No quiero que vengan a despedir mi cadáver mujeres embarazadas ni personas impuras; quien lave mi cadáver alrededor de los genitales deberá llevar guantes", escribió Atta en su testamento.
El carácter y las costumbres de Atta y de Lamari son bastante similares. "Jamás le vi con una mujer", recuerda Marisa. "Nunca tuvo una amiga, ni novia, ni amante. Un musulmán nunca debe salir con una chica sin una relación legal. Es lo normal", corrobora Safwan Sabagh, un sirio de 41 años, en la trastienda de su pollería Chico Rico, en la avenida del Puerto de Valencia. Safwan era amigo del argelino desde hace doce años. Probablemente el mejor.
Yasin, como le llamaban sus íntimos, vivía en su limbo particular, alejado de las costumbres occidentales, alcohol, sexo y drogas, que consideraba vicios, y tenía muchas ideas en la cabeza. Ideas que no confesaba a cualquiera. Pensamientos sobre la interpretación del islam, la religión y sobre la yihad que sólo discutía con un reducido grupo de amigos argelinos cuando viajaba a Valencia. Eran Bachir Belhakem, Nourredinne Abdumalou y Abdelkrim Benesmail. Se reunían en una casa de campo abandonada en Picassent, un antiguo inmueble de la Cruz Roja que el párroco dejaba abierto para refugio de los inmigrantes. Allí, la policía les vigiló durante meses.
En sus viajes a Valencia Lamari no tenía un domicilio fijo. Vivía en una casucha de tejado rojo en Picassent o peregrinaba por las casas de amigos en Russafa, un barrio de inmigrantes norteafricanos plagado de locutorios, carnicerías árabes y tiendas de ropa al por mayor. Entraba solo a tomar un té a los bares argelinos y asistía a los rezos de la mezquita de la Asociación Cultural Islámica Alfath, en el número 24 de la calle de Buenos Aires, un centro que entonces permitía las arengas de fundamentalistas. "Llegaban dos o tres que no sabíamos ni quiénes eran y al margen del imán recolectaban dinero o lanzaban discursos a favor de la yihad", recuerda un tendero marroquí ligado a la asociación. Andelkrim Beghadali, de 41 años, el imán de entonces y hoy clérigo de Torrent, localidad próxima a Valencia, recuerda así a Lamari: "Me tenía mucho respeto. Era religioso y justo. No hacía daño a nadie. Vivía de lo que trabajaba y no era un delincuente".
En Russafa muchos conocían a Yasin, pero pocos se atreven a reconocerlo. El dueño de un bar argelino es una excepción: "No hablaba. No le gustaba hablar".
Lamari frecuentaba también la mezquita del puerto, en el número 47 de la calle de Méndez, pero había creado la suya en un humilde local. La llamaban la mezquita de los tunecinos. "Vino varias veces a pedirme dinero para pagar la luz y el agua. Pero no era rentable tener un local para que rezaran sólo treinta personas y le negué la ayuda", recuerda el imán Abderrajin.
Hasta que la investigación y los pinchazos telefónicos ordenados por el juez concluyeron. "Por informaciones confidenciales de servicios amigos se ha sabido que...". Así empezaban los informes de la policía cuando los días 6, 7 y 8 de abril de 1997 Lamari y otras diez personas fueron detenidos en Valencia y Torrent, como presuntos miembros del Grupo Islámico Armado (GIA), el movimiento terrorista dirigido entonces en Argelia por el emir Jamal Zitouni.
Desde esa fecha, en la pensión tudelana de la calle de San Antón las cartas de bancos a nombre de Lamari se acumularon en el portal. "Le siguió llegando el correo, pero no sabíamos que lo habían detenido", recuerda el vecino Alejandro Zuleta.
En los registros, la policía encontró una pistola Rhoner, un revólver en mal estado y ejemplares de la revista Al Ansar, el boletín del GIA. También hallaron vídeos sobre muyahidin y documentos falsos. Las pruebas, según los abogados de los detenidos, eran tan endebles que los letrados creyeron que aquellos hombres nunca serían condenados. Pero el fiscal Pedro Rubira y el juez Baltasar Garzón, a cuyos despachos de la Audiencia Nacional llegó el caso, lograron que se condenaran los actos preparativos impunes, aquellas acciones previas al inicio de la actividad terrorista. "Un hito en Europa", dice Rubira. "Una tremenda injusticia", en opinión de los abogados.
Ése fue el primer y único tropiezo de Lamari en España, un hombre púdico, discreto y silencioso que no tenía antecedentes en su país y al que no se conocían vínculos con el GIA. Un tipo prudente que desde que llegó a Alicante en 1992 en un barco desde Orán no había cometido un solo fallo. Ante la policía Yasin lo negó todo. Desde las fotografías de una persona idéntica a él cuando entraba en la casa de campo hasta su voz en las conversaciones grabadas. "No intentó exculparse. Negaba con monosílabos", recuerda un agente.
La primera cárcel que pisó Yasin fue la de Picassent, un centro en el que inició un largo periplo por varias penitenciarias que, en opinión de sus amigos, marcó su vida. El funcionario que le interrogó rellenó así su ficha de ingreso: profesión, ninguna; domicilio fijo, ninguno; grado de instrucción, graduado escolar.
Juan Molpeceres, un letrado valenciano, fue su primer abogado y recuerda su actitud distante y fría. Le vio en el juzgado de guardia y después le visitó en prisión. "Era muy hermético, muy reconcentrado y reservado. Jamás dijo una sola palabra que le pudiera comprometer. Se generó muy poca confianza entre abogado y cliente. Lo propiciaba él, quizás por su carácter. Decía que era inocente, pero no daba ninguna explicación sobre los hechos. Su actitud era diferente a la de los otros detenidos", asegura el abogado. Meses después Molpeceres se trasladó a la prisión y le comunicó que renunciaba a su defensa ¿Por qué lo hizo? "Prefiero no comentarlo", responde el letrado, que sí continuó con la de otros cuatro argelinos.
Pero a Yasin no le abandonaron sus amigos. Belkakem, que estaba en libertad provisional, logró que su abogado se hiciera cargo de la defensa de su compañero. Lamari había sido trasladado desde Valencia a la prisión de Cuenca, donde, a juzgar por sus propios testimonios, lo pasó muy mal.
El abogado de Bachir visitó a Lamari en la prisión de Cuenca. Y descubrió a un hombre atormentado. "Me dijo que era inocente, que sólo era un musulmán que practica y no un terrorista. Tenía una clara sensación de persecución. Su obsesión era que en la cárcel no le daban la comida que pedía, decía que estaba amenazado, que lo discriminaban y trataban mal. Me pidió que hablara con el director. Le vi trastornado", recuerda este penalista valenciano, que pide que se omita su nombre.
Durante su estancia en la cárcel de Cuenca, Lamari tuvo un seguimiento especial con cacheos y vigilancias. "Era muy solitario y no hizo migas con nadie. Leía el Corán y rezaba en el patio o en la celda con una toalla en el suelo. Otros internos se reían de él y se levantaba airado para defenderse de las burlas. Tuvo partes disciplinarios leves por insultos o conatos de enfrentamiento, pero pasó desapercibido. Él no se metía con nadie", relata un jefe del centro.
Safwan Sabagh, su amigo sirio, asegura que en Cuenca Lamari quería denunciar al director "porque se sentía perseguido y acosado por otros presos". "Me contó que le agredió un preso en la cabeza y que cuando fueron al juicio en Alcalá de Henares los metieron en la misma furgoneta. Él iba esposado y su agresor libre. Se sintió mal".
Después de esa agresión se produjeron dos más en otros centros penitenciarios. Tres marcas en la cabeza, la cara y una pierna que para Yasin fueron tres intentos de asesinato y que agudizaron más su paranoia. Cuando paseaba por el patio de la cárcel de Cuenca, Teruel, Alcalá Meco (Madrid) o A Lama (Pontevedra) caminaba con la espalda pegada a la pared. Locura o simple supervivencia.
"Pensaba que querían matarlo dentro de prisión. Me lo escribió varias veces. Como no era una persona conflictiva no lo entendía y creía que todo estaba organizado. Se consideraba un preso político por sus ideas y decía que estaba detenido por un acuerdo de los gobiernos español, francés y argelino", asegura su amigo. "Veía fantasmas que no existían. Creía que estaba en el punto de mira de todo el mundo. Tenía una alteración de la percepción. Un trastorno mental", opina su segundo abogado.
Yasin era un hombre ordenado que escribía en mayúsculas y en castellano. Y lo apuntaba todo. A veces se carteaba con su letrado. "Me contaba que estaba muy enfermo, que padecía trastornos de hígado y corazón. Que se lo decía a los médicos y no le atendían. Que pidió ir a un hospital y no le llevaron". "Tenía un riñón prácticamente inútil", corrobora su amigo Safwan.
Las quejas de Lamari no llegaron a las autoridades penitenciarias porque su abogado declinó tramitarlas. "No tenían base ni él estaba en condiciones peores que otros presos", asegura éste. En el año 2000 el letrado recibió una llamada de Yasin desde la cárcel de A Lama (Pontevedra) donde había sido trasladado. "Ese día estaba un poco exaltado. ¡Pareces el fiscal en vez de mi abogado!, me dijo. Según él yo no hacía nada. Me pidió que renunciara a su defensa porque había perdido su confianza".
Un año más tarde se celebró el juicio y Lamari fue condenado a 14 años de prisión. Igual suerte corrieron Belhakem, Abdumalou y Benesmail. Durante la vista le asistió Vicente Coloma, su tercer abogado valenciano, que fue quien preparó el recurso y logró que su condena se rebajara el 7 de junio de 2002 a nueve años de cárcel. Entonces, Yasin llevaba cinco años de prisión preventiva. Cinco años en los que no telefoneó a nadie, salvo en raras ocasiones a sus abogados. Tampoco recibió la visita de familiares ni de amigos. En la prisión siguió igual de solo que fuera de ella. "Pasó desapercibido y su comportamiento fue muy correcto. Ya nos gustaría que todos los presos en primer grado fueran como él", señala un responsable de A Lama.
Veintidós días después, un funcionario de ese centro abrió su celda y le comunicó que la Audiencia Nacional había decretado su libertad. Por fin Yasin tenía un golpe de suerte en sus años de infierno carcelario, aunque ignoraba que la decisión era fruto de un error. "Nos extrañó un poco, pero como era legal no pusimos objeción. Lo notificamos al agente judicial y avisamos a la policía con antelación para que lo vigilaran en la calle. Es algo que se hace siempre cuando sale un preso de cierta relevancia", asegura uno de los jefes del centro. Lamari estampó su huella en una tarjeta y cuando le preguntaron por un domicilio no lo facilitó.
En Pontevedra, Yasin tomó un autobús a Madrid. En una gasolinera le esperaba su amigo Safwan, el pollero afincado en Valencia, la única persona que se preocupó por él durante su estancia en prisión. "Lo recogí en mi coche y le dejé en una plaza de Valencia. Le ofrecí ayuda para salir de España pero me dijo que se las arreglaría solo. Estaba más callado. Aunque él no se metía en la vida de nadie. Cuando te oía hablar mal de alguien se tapaba los oídos", relata. Ese día Yasin le confesó a su amigo que tenía "un objetivo". "Hay muchos objetivos. Es fácil hacer una catástrofe como esa", le había confesado al sirio cuando vieron en televisión el atentado contra una discoteca en Bali. "¡Que fácil es hacer mucho daño!", decía.
Dos días después de llegar a Valencia, Lamari visitó a su segundo abogado en su despacho. "Me recriminó que no había hecho bastante. Venía con más cartas. Me volvió a contar lo mal que lo trataron. Su obsesión era la cárcel. No quiso recurrir. Creo que se radicalizó en la cárcel. Lo intentaron matar dos veces. Estaba loco. Jamás le ví sonreír".
Safwan observó también que su amigo salió de la cárcel convertido en un paranoico. "No se fiaba de nadie y tomaba constantes medidas de seguridad. Una vez estaba en un parque con él y salió corriendo", asegura. Lamari pasó una temporada en Tudela. "Estuvo por aquí en casa de un amigo", recuerda Marisa, su casera.
Cuando se aclaró el error judicial, Safwan, que hacía de intermediario entre él y su abogado, le llamó. "Le dije: ¿sabes que estás en búsqueda y captura?, pero reaccionó con frialdad. No tenía intención de volver a prisión".
En septiembre de 2003 el argelino pidió a su amigo sirio que le trasladara en su coche a Madrid. "Me dijo que estaba cansado de Valencia y quería establecerse allí". Entonces Yasin ya estaba en contacto con Sarhane Ben Abdelmajid, El Tunecino, con su amigo Mohamed Afalah y con el resto del núcleo duro de la célula que preparaba el 11-M. El propio Yasin tuvo la idea de atacar a los cuatro trenes de Atocha, según sospecha la policía. Por eso y por su experiencia carcelaria se había convertido en el emir.
En Navidad Yasin volvió por la pollería a ver a su amigo y a interesarse por sus compañeros que seguían en prisión. Les llevó ropa y zapatos. El CNI ya había elaborado una nota en la que advertía a la policía que Lamari comentaba a sus íntimos que se preparaba un ataque "contra un gran objetivo" que perpetraría un suicida al volante de un coche bomba. Las vigilancias de varias cabinas junto a la Audiencia Nacional en Madrid desde donde telefoneaba Yasin no dieron resultado. Tampoco el control de oficinas de correos desde las que envió dinero a Benesmail, uno de sus "hermanos" en prisión. Ni el rastreo por las principales mezquitas. De una decía que estaba llena de "chivatos" y de la otra que la controlaban los saudíes.
El 8 de marzo, tres días antes de la matanza de Atocha, sonó el teléfono de Safwan en la pollería. "¿Qué tal los hermanos? Diles que recen por mí. Que Alá me proteja", asegura el sirio.
El 27 de marzo, semanas después del atentado, el pollero comunicó de nuevo con su amigo.
-¿Qué pasa? Te están buscando por Russafa y enseñan tu foto.
-Perdóname si te he causado problemas.
-Pero, ¿tú has estado en lo del 11-M?
Lamari no contestó, cambió el tema y concluyó: "Nos veremos en el cielo. A mí no me cogerán vivo". El 3 de abril cumplió su promesa junto con otros seis suicidas en un piso de Leganés. Safwan, su amigo sirio, ha reclamado sus restos.
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