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Columna
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Hundimiento y resurrección

Se amontonan en Madrid las degracias, los fantasmas y los milagros. Las desgracias son enormes e iluminan una noche y muchos días, los fantasmas son pequeños, pero aumentan al ser mirados por la lupa de la sospecha. Los milagros son casi invisibles, pero están ahí. La exposición de Bill Viola que presenta La Caixa en la calle Serrano reúne bajo el título de Las Pasiones el trabajo de este artista americano en torno a algo que podríamos llamar el hecho religioso, si esta expresión no se hubiese llenado ya de tierra en batallas menos justas. Algo que tiene que ver más con la mirada del hombre hacía la esperanza de un Dios que con la figura de Dios mismo. Una mirada que va más allá, según nos muestra Viola, de la dinámica religiosa o cualquiera de sus complicadas regularizaciones, de sus múltiples entramados o de sus muchos gestos aprendidos.

Y, sin embargo, son estos gestos, mil veces repetidos por el arte religioso, los que constituyen en gran medida la esencia de los vídeos de Viola. Con su movimiento mínimo, casi imaginado, que va más allá de la fotografía para situarse en el ámbito de la pintura, demorada y ya perdida. Se centra Viola en esta muestra en los rostros, las manos, las miradas de esperanza o temor, de admiración y, sobre todo, de compasión, para componer un retrato múltiple del hombre que fuimos y del que sin duda seguimos siendo. Al otro lado de sus actores, cabe hablar de actores más que de modelos, se extiende el territorio de lo nuestro. La luz de algo que intuimos, pero que no vemos. La esperanza de ser otra cosa, algo mejor que lo que somos. Una esperanza que nos hace mejores y que ilumina nuestros espejos con un reflejo idealizado de nosotros mismos.

Asombra encontrarse con el prodigioso trasvase, delicado y feroz al tiempo, pero siempre exacto, que hace Viola de las esencias diminutas del milagro, cómo junta las manos para llevar ese agua bendita de la vieja fuente de la pintura y la literatura del pasado hacia el frío arte del futuro. Un milagro que, como todos, no parece estar en manos de Dios, sino en las nuestras.

Las Pasiones nos regala un segundo de luz entre las tinieblas de la caverna del mismo modo que la película del alemán Oliver Hirschbiegel, El hundimiento, nos enfrenta con el monstruo que también somos. En su retrato de Hitler, maravillosamente delimitado por Bruno Ganz, y en el retrato de una Alemania enloquecida y ya derrotada, nos obliga a ver Hirschbiegel un poco de nosotros mismos. Un infiermo que siempre creímos ver al otro lado y que, aterra comprobarlo, no está tan lejos. Mucho se ha hablado sobre esta película, que se adentra en un terreno moral muy complejo, pero no encuentro en ella nada que justifique la desconfianza. Puede uno discutir sobre los aspectos estrictamente técnicos de la película, puede ser larga o corta, mejor o peor fotografiada, difícilmente puede ponérsele pegas al soberbio esfuerzo de un grupo de actores impresionante, en fin, puede uno dudar aquí y allá sobre decisiones estéticas, de montaje, de encuadre, pero no parece posible descalificar el trabajo de Hirschbiegel desde una perspectiva moral. No hay compasión en su detallado retrato del mal, ni siquiera en sus momentos más extremos, ni hay confusión alguna en cuanto al tamaño de sus monstruos. Nos hemos acostumbrado a imaginar el mal como algo que se nutre de la oscuridad, de lo desconocido; nos hemos acostumbrado a ver el mal, en definitiva, instalado en el territorio de lo ajeno. Pensamos que los ángeles caídos se separaron al principio de los tiempos de las filas de nuestros ángeles buenos. Que las filas de esa eterna batalla están bien marcadas y que hay un abismo entre ambas. Da vértigo comprobar que no es así. Lo aterrador proviene, precisamente, del efecto que causa darse cuenta de que dentro de esos nazis hay hombres y mujeres, no muy distintos de los hombres y mujeres que conocemos, de los hombres y mujeres que somos. Ojalá el infierno fueran de verdad los otros.

Ver en un mismo día, así lo hice el pasado domingo, el trabajo de Viola y la película de Hirschbiegel puede resultar demoledor, pero también edificante. Ambas obras se ciernen, a pesar de sus enormes diferencias, sobre una idéntica conclusión. No hay nada que temer, ni nada que esperar, que esté más allá de nosotros mismos.

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