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DON DE GENTES
Columna
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Tengo miedo

ÉSTE IBA A SER un artículo cojonudo, éste iba a ser un artículo de esos que la gente empieza a reírse desde el primer párrafo y no para hasta el final, éste iba a ser recordado como una pieza maestra del humor. Éste iba a ser un artículo en el que yo iba a empezar contando que estaba yo en un taxi, parada en un atasco, que el taxista, un sij con un turbante apoteósico, hablaba sin parar por el celular, que en la radio sonaba una música de esas que yo debería amar porque soy una mujer multicultural que te cagas, pero me pierde el carácter, y si llego a tener una pistola le pego un tiro a la radio, porque es lo que tiene la música de otras culturas, que a veces te saca lo peor que llevas dentro.

En este artículo yo iba a contar que estaba a punto de abrir la puerta para vomitar el sándwich de pastrami que me acababa de comer; que no encontraba el momento para decirle al sij que, si no era mucho pedir, que por favor procurara no meterse en todos los socavones que fuéramos encontrando; quería preguntarle si es que se trataba de algún tipo de costumbre sij que yo desconociera, porque si es así, yo, mujer multicultural de pies a cabeza, respetuosa con todos las religiones, me callo. Tengo comprobado que los taxistas sijs tienen una afición irreprimible por los baches, no sé si será costumbre ancestral o será que como llevan un turbante gigantesco no acusan los golpes contra el techo y piensan: los de otras religiones, que se jodan. Y claro, las que no llevamos turbante sufrimos mucho cuando vamos con un sij. Eso no es racismo, eso es natural. Cada vez que el tío hacía un extraño para pillar de lleno un socavón, y conseguía que yo fuera de un lado a otro del asiento como si estuviera en una coctelera, el sij se meaba. Yo no digo que no haya sijs buenos, quiero que se me entienda, no estoy haciendo un estudio sociológico sobre los taxistas sij, pero éste (concretamente) era malo de acostarse. Y cuando te sale un sij malo, ay, amigo, échate a temblar, porque se sienten superiores (por el turbante). Yo estaba allí, con la cabeza llena de chichones, con el estómago pidiendo que McDougall me hiciera otra endoscopia, cuando pasó a nuestro lado, en sentido contrario, un negro en silla de ruedas sin piernas con su vasito de monedas en la boca (con las manos empujaba la silla) sorteando los coches. ¿Me dio pena? No, señor, ninguna, y mira que yo, además de multicultural, soy solidaria en grado sumo. Pero es que dicho negro sin piernas con su vaso de limosna iba descojonándose. Se acercó a mi ventanilla y me sacó la lengua con un gesto muy obsceno, muy guarro. Yo pienso que hay hombres que, aun estando en las últimas, sólo piensan en el sexo. Es tremendo. Y no te creas tú que el sij sacó la cara por mí. El sij, impertérrito.

También quería contar en este artículo que mientras el negro sin piernas me sacaba la lengua proponiéndome, no me cabe la menor duda, un encuentro sexual rápido, la otra puerta del taxi se abrió y se me metió una señora, una señora que dijo que si no me importaba que la llevara de camino tres calles más arriba.

El sij se encogió de hombros, porque es lo que tienen los sijs, que no se comprometen con nadie. Y pido perdón si estoy generalizando un poco. Total, para el coche para que se baje la locaria, y la locaria, en vez de darme el dinero a mí, que sería lo suyo, se lo da al sij, y el sij tan fresco. Digo, el sij como si estuviera conduciendo un autobús.

Pero lo alucinante es que la locaria, no contenta con humillarme, coge del brazo a una señora que estaba esperando un taxi, y la empuja hacia el interior de mi taxi diciendo que yo soy una tía extraordinaria que voy recogiendo a ciudadanas por la calle con mi taxista sij. La segunda señora me dice que si no me importa desviarme un poco y yo le digo: no, porque soy una persona extraordinaria, tan extraordinaria soy que cuando va mi segunda acompañanta y le paga al sij en vez de a mí, me callo como una perra. Al fin llegamos a mi casa y el sij, con todo su morro, no me descuenta ni un dólar. Entonces subo a casa y en el ascensor me digo a mí misma. Monólogo interior: "Míralo por el lado bueno, tonta: ahora vas y te haces un artículo con todo esto".

Entro en mi casa esperando encontrarme a la filipina que viene una vez a la semana a hacer la limpieza. Pero la filipina no está. En el centro del salón hay un niño sentado en un cochecito de niño. El niño tiene como unos cinco años. El niño me mira. Le digo hello. Pero el niño, nada. La filipina entra, viene de la lavandería. Me dice: "Es mudo. El cerebro no funciona". Y de quién es, pregunto. "Es un niño que cuido". Ah. Me meto al servicio y desde el servicio llamo a una vecina del edificio, lista, abogada, conocedora de esta cultura. Mi vecina me dice que la situación es completamente irregular y que si al niño le pasa algo dentro de mi casa me puede costar la broma lo menos 500.000 dólares. Salgo del servicio sudando.

¿Le canto las cuarenta a la filipina? Para nada. Soy cobarde porque el mundo me hizo así. Me callo. Me siento a escribir este artículo. La filipina me ha colocado el cochecito del niño delante de mi mesa y aquí lo tengo, mirándome a los ojos. Yo no sé quién es y él no sabe dónde está. Estoy completamente acojonada.

Taxis en Nueva York.
Taxis en Nueva York.DANIEL GLUCKMAN

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