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IDA Y VUELTA
Columna
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3% de silencio

Con motivo de las 100 primeras ediciones del programa Silenci (domingos, en el canal 33), Iguapop Gallery expone hasta el 26 de marzo distintas interpretaciones artísticas del silencio. No puedo opinar sobre las obras porque acudí el día de la inauguración por la mañana y me pidieron que volviera por la noche ya que aún la estaban montando. Total: me marché con la actitud que requería la absurda situación, en silencio, meditando sobre la idoneidad de los horarios de las exposiciones y la conveniencia de morderse la lengua, recordando las enseñanzas del abate Dinouart, recogidas en su libro El arte de callar (el abate acabó excomulgado por hablar demasiado, menudo ejemplo). El silencio siempre ha tenido buena prensa, quizá porque se lo relaciona con un estado propenso a la paz del espíritu. Pero también tiene detractores, y cualquiera que conozca a personas parlanchinas sabrá de lo que estoy hablando.

Hace 35 años, en un recital de Atahualpa Yupanqui, le escuché cantar una canción que decía: "Le tengo rabia al silencio / por lo mucho que perdí / que no se quede callado / quien quiera vivir feliz". Al terminar el concierto, me acerqué para que me firmara un disco, pero me tropecé con un gigante de manos grandes como sartenes que, sin mediar palabra, estampó su firma sobre la funda del LP. Dicen que, en público, Yupanqui practicaba un silencio insobornable, parecido al del indio de Alguien voló sobre el nido de cuco, pero que en privado era cordial y locuaz. De Yupanqui acabé sabiendo que era hijo de un criollo y una vasca, que había tenido un maestro de música catalán, que no se llamaba ni Atahualpa ni Yupanqui, sino Héctor Roberto Chavero, y que, cuando vivía en París, lo hacía en la rue Raymond Losserand, cerca del cementerio de Montparnasse. No es un cementerio cualquiera. Allí descansan personajes que mantuvieron oscuras relaciones con el silencio: desde el compositor Saint-Saëns hasta el poeta Baudelaire. Si lo visitan cualquier día de invierno, podrán escuchar las lejanas protestas de los colectivos en huelga que, incesantemente, perturban el silencio de los parisienses, vivos y muertos.

Más silencios artísticos: hace unos días, en una lectura poética y privada de esas que, de modo alarmante, empiezan a pulular por la ciudad, un rapsoda de vía estrecha se levantó para leer un poema de Wislawa Szymborska. Tras declamar "Cuando pronuncio la palabra Silencio / lo destruyo", se quedó callado, dejándonos en un incómodo silencio felizmente interrumpido por los temblores de una lavadora. Podría haber sido peor, ya que existen silencios más dolorosos: el administrativo. Antes de practicaba más. En los últimos desastres colectivos se observa que, en lugar de imponer el silencio, la Administración recurre a la confusión. En el Carmel, el cruce de acusaciones ha llegado a situaciones tan absurdas como que una concejal exija la creación una comisión de investigación independiente, dando por sentado que las oficiales no son de fiar. Otros silencios, en cambio, se rompen cuando menos lo esperas. En el Parlament de Catalunya, por ejemplo, al presidente Maragall le dio por hablar del silencio del 3%. Nunca sabremos si fue una incontinencia-infundio, una estrategia política para quitarse de encima a sus socios o el patinazo de quien rompe la sagrada ley de lo que muchos sospechan y nadie dice. A ciertas cosas sólo se puede responder con silencio, furia o una querella criminal. Por cierto: ahora que está tan de moda interpretar los votos del referéndum, yo diría que la abstención es una forma de silencio, un rotundo cementerio de desconfianza política.

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