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Columna
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Explotación

EN EL ensayo titulado El pintor de la vida moderna, que se publicó en 1863, Charles Baudelaire afirmó que "la modernidad es lo transitorio, lo fugitivo, lo contingente, la mitad del arte, cuya otra mitad es lo eterno y lo inmutable". Aunque se lo cite genéricamente de pasada, y dentro de una nota de forma vicaria, la dialéctica que establece Boris Groys, en Sobre lo nuevo. Ensayo de una economía cultural (Pre-Textos), entre lo que allí denomina "archivo cultural" y "espacio profano"; esto es: los valores culturales históricamente consagrados y lo que, entre lo existente contemporáneo, aún no ha tenido esa sanción legitimadora, se parecen bastante a esas dos mitades de lo "inmutable" y lo "fugaz" que, según Baudelaire, constituían el hecho artístico moderno.

Que casi siglo y medio después de la definición baudelaireana de modernidad sigamos, como quien dice, en las mismas, no resta un ápice de interés al brillante ensayo de Groys, pero debe advertirnos del resbaladizo suelo que pisamos cuando tratamos de nuestra época, y, en especial, sus productos artísticos, el último refugio de administración de lo sagrado en nuestra secularizada sociedad. Simplificando mucho las cosas, se podría decir que, frente a la "absolutización" normativa del pasado, que encarna la tradición artística clásica, y la "absolutización" del futuro, que defendió la vanguardia histórica, Groys postula la "relativización" de ambos, mediante la asunción crítica del presente como "novedad", ese lugar dialéctico donde se encuentran lo consagrado y lo que aún no lo está en un incesante intercambio, cuya dinámica económica es la "trasmutación de los valores".

Sin meternos en honduras, que no vienen aquí al caso, el mérito de Groys es desmontar los intentos subrepticios de muchos de los llamados teóricos posmodernos o posestructuralistas de dar un sentido trascendente a los productos culturales modernos a través de una sinuosa recalificación de la Mentira del arte, equivalente a lo que, en tiempos pretéritos, se consideraba su Verdad última. En un intento radical de terminar con esta subyacente pasión metafísica, Groys no sólo habla en términos exclusivos de "economía" cultural, sino que llega a decir que "hoy, el artista se perfila por lo general como un hombre de negocios, como un empresario, cuya habilidad para los negocios supera incluso la del empresario normal".

A la vista de lo que ocurre, no le falta razón, pero, quizá, en su sutil defensa de la novedad, no se percate Groys lo suficiente de su "absolutización" del presente, que, en puridad, no es sino sólo cambio, un estado de permanente inestabilidad que, por sí mismo, no conduce a nada que no sea la constante y, por tanto, desesperante "profanación", cuya única salida es, más que la innovación creadora, la simple "explotación" de la novedad. No obstante, pase hoy lo que pase, y por mucha trasmutación alquímica que se ponga en ello, "provocar" no es lo mismo que "invocar" y "volar" el mundo no es lo mismo que "explotarlo".

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