Votación
No me sorprende en absoluto el escaso nivel de participación ciudadana en el referéndum del domingo, ni siquiera el que Andalucía, detrás de Euskadi, Asturias y las islas, se haya destacado precisamente por su pereza a la hora de acudir a las urnas. Tal vez el domingo, jornada consagrada al aburrimiento y las devociones pospuestas, no sea el día de la semana más indicado para entusiasmar a nadie. El sábado por la noche yo tuve reunión con unos amigos a los que no veía desde hacía mucho tiempo, y en compañía de los cuales naufragué entre los inevitables pubs y las barras con focos indirectos; en alguna de ellas a donde la marea me condujo finalmente sufrí un contratiempo, porque en vez de Cruzcampo, que es la cerveza que me nutre desde la adolescencia, el tirador estaba marcado con el emblema de una empresa rival que se caracteriza por dispensar un líquido insípido y neutral, sin energía ni burbujas. En la encrucijada entre mala cerveza o nada, me resigné naturalmente al mal menor, como tuve que hacer también cuando regresamos a casa muertos de hambre y mi mujer me informó de que lo único que podía socorrernos era un par de pizzas congeladas: sí, ya sé, el jamón york tumefacto encima de una placa de pan duro no representa el alimento idóneo para un hombre que ha sido bandeado por las diversas corrientes del océano en una noche de hundimiento, pero un estómago vacío en posición horizontal suponía una prueba más severa que no estaba dispuesto a encarar.
El domingo, como no podía ser de otro modo, amaneció turbio y pesado en mi cabeza, y después de cepillarme la boca me arrastré hasta el sofá, donde pensaba consumir la fecha en pijama, entre malos programas de televisión y unos tebeos de Conan que andaban desorientados por el salón. La obligación democrática estuvo pesándome en la nuca toda la mañana, y concluido almuerzo se me hizo manifiesto que resultaba mucho más onerosa y contumaz que la propia resaca, que ya empezaba a alejarse. En fin, cuando desembarqué en el colegio electoral me sentí otra vez retrasado hasta la noche anterior, vacilando ante la cerveza sin espuma y la pizza mortuoria: siempre he desconfiado de este sistema que se llama democrático y sólo nos permite llenar una papelera cada cuatro años, de este paraíso aparente en el que, como escribía Bukowski, se nos pide nuestra opinión antes de obligarnos a obedecer; desconfío de este referéndum, en el que se nos exige una decisión tajante, sin fisuras, sobre si sumarnos a Europa o acantonarnos detrás de los Pirineos; desconfío de los partidos que piden mayoritariamente el sí, porque en el interior de los puños de sus camisas impolutas se entrevén las cartas marcadas, porque no nos dejan opción al condicional ni al subjetivo, porque no se han dignado ni siquiera a introducirnos por el buzón un modesto ejemplar de ese texto que quieren que refrendemos. Y a pesar de todo, sí, he tomado mi papeleta y he reconocido eso, pues que sí, antes de escurrirme cobardemente entre las mesas y las cabinas, con la esperanza de que ningún conocido haya tenido oportunidad de sorprenderme. Los motivos: esos mismos que nos convencen de las malas cervezas y los cadáveres de pizzas, que mucho peores son los estómagos vacíos y las noches de imaginaria.
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