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Necrológica:
Perfil
Texto con interpretación sobre una persona, que incluye declaraciones

Pedir la luna en Cuba

Aborrezco escribir necrologías, máxime las de un gran escritor y además un amigo de toda la vida. La noticia de la muerte de Guillermo Cabrera Infante me ha proyectado de modo retrospectivo al inicio de nuestra amistad y me ha hecho revivir dolorosamente escenarios y tramas narrativos con una continuidad argumental y unos fundidos más propios del cine, que fue su pasión compartida con la literatura, que de las vicisitudes de una vida dura y zarandeada como la suya.

Los exteriores de este filme proyectado en mi duermevela de la pasada noche corresponden a lugares muy distintos: La Habana, Pinar del Río, París, California, Londres, Barcelona. El argumento del mismo se sitúa entre 1960 y el pasado mes de enero, fecha de nuestra última conversación telefónica. Sus temas: literatura, grandeza y miseria de muchos compañeros de pluma, política, la maldita e inevitable política que empuja al exilio a tantos y tantos escritores. Los personajes de la película: siempre tres, él, Miriam Gómez y yo, con la foto del Comandante al fondo.

Cabrera Infante me visitó en París a la vuelta de un viaje a Moscú. Era entonces el director responsable de Lunes, el suplemento literario del diario Revolución, órgano del Movimiento del 26 de Julio, dirigido por Carlos Franqui. Allí habían reproducido algunos relatos y artículos míos publicados en Francia, y me transmitió la invitación de Franqui para que visitara la isla. Los dos éramos aún jóvenes y conservábamos nuestras ilusiones -él menos que yo- tocante al futuro de la Revolución. Mi viaje no pudo llevarse a cabo sino a fines de 1961, y cuando aterricé en La Habana, el suplemento literario que dirigía había sido suprimido por los jerarcas culturales siguiendo las instrucciones del entonces comunista ferviente Roger Garaudy, enviado por su partido a instruir, orientar y poner orden en la nociva diversidad cultural representada por Lunes.

Durante mi estancia de casi tres meses vi a menudo a Cabrera Infante y a Miriam Gómez en su apartamento de La Rampa: la posición política de Guillermo -aunque no tan crítica como la de Néstor Almendros- era cuando menos reservada, una reserva que compartía con muchos de sus compañeros que colaboraron en el suplemento vetado: Virgilio Piñeira, Calvert Casey, Arrufat, Padilla y otros que luego se acomodaron a la situación y se convirtieron en profesionales del servilismo y el halago. Conservo un recuerdo muy grato de nuestras charlas durante un viaje por Pinar del Río, la provincia de los tabacales de donde procedían los puros que él fumaba con delectación. Cabrera Infante era ya entonces un intelectual en paro, que corregía y completaba las hermosas viñetas de su libro Así en la paz como en la guerra, que conseguí que se publicara en francés en la editorial Gallimard.

Cuando viajé por segunda vez a Cuba durante la crisis de los cohetes -con el propósito, entre otros, de una entrevista con Fidel Castro para el semanario L'Express, entrevista frustrada por una conjunción de circunstancias dignas de un sainete-, Cabrera Infante acababa de ser nombrado agregado cultural de la Embajada de su país en Bruselas. Sus amigos habían caído en desgracia o estaban haciendo las maletas para irse a Europa. El Movimiento del 26 de Julio se había fundido con las ORI (Organizaciones Revolucionarias Integradas), antes de transformarse de forma definitiva en el actual PC cubano, del que habían sido excluidos previamente los dirigentes opuestos al liderazgo exclusivo de Castro.

Guillermo fue un par de veces a París antes de su cese en el cargo, su vuelta a Cuba para asistir a los funerales de su madre y su exilio definitivo de la isla, primero en Madrid y luego en Londres. En Inglaterra completó la redacción de las primeras versiones de Tres tristes tigres, la novela por la que obtendría el entonces prestigioso Premio Biblioteca Breve. Aunque mantenía una actitud discreta, su silencio era juzgado ya en Cuba como indicio de traición. De ello tuve una prueba concreta en mi última visita a la isla con una veintena de intelectules franceses organizada por Carlos Franqui, durante el verano de 1967. En los preámbulos de una charla televisiva en directo sobre la literatura cubana contemporánea, el entrevistador me pidió que no lo mencionara. Me preguntó a continuación cuáles eran para mí las mejores novelas de la década y repuse: El Siglo de las Luces, de Carpentier, Paradiso, de Lezama Lima, y Tres tristes tigres, sin citar a su autor, conforme me había comprometido.

La publicación posterior de su sonada entrevista en el semanario bonaerense Primera Plana provocó un verdadero cisma tanto entre los intelectuales europeos como entre los iberoamericanos. Las vicisitudes de la revista Libre y del "Proceso Padilla" agravaron aún estas divergencias y suscitaron la condena -verdadero anatema- del líder cubano contra quienes tomamos posición en favor de la libertad de expresión. En su modesto refugio londinense, Cabrera Infante se enfrentó con serenidad a las campañas de odio y desprestigio que le acosaron hasta su muerte. La mano larga del régimen caudillista y de sus servidores voluntarios le seguía adonde quiera que fuese. Cuando la traducción francesa de Tres tristes tigres obtuvo el premio a la mejor novela extranjera, la organizadora de la recepción en su honor en un hotel próximo a la editorial Gallimard se las ingenió para enviar con retraso las invitaciones, con el resultado de que los asistentes al acto fueran solamente ella, Guillermo, Severo Sarduy y yo. ¡Un sabotaje digno de aquella discípula ferviente de Maquiavelo sobre quien algún día escribiré unas páginas!

Cabrera Infante asumió la dureza de su exilio con una mezcla ejemplar de humor y de rigor ético. El humor y el fino oído literario de esa espléndida "galería de voces" que es Tres tristes tigres -una de las mejores novelas del siglo XX escritas en nuestra lengua- se prolongó en libros tan deliciosos como La Habana para un infante difunto y Delito por bailar el cha-cha-chá, que completan su visión personal de la capital cubana antes de ser sumergida por el torbellino purificador de la Revolución. La lucidez y el compromiso insobornable con su país vertebran Mea Cuba -pienso en el ensayo sobre "el prisionero político desconocido" que debería ser traducido a todas las lenguas del mundo por Aministía Internacional- y sus reflexiones sobre el desamparo cruel del exilio, una constante en la historia de Cuba como en la de España, que circulan a lo largo de la obra. Muchos de quienes se movilizaron en favor de las víctimas de las dictaduras de espadones en el Cono Sur y Centroamérica no elevaron la voz para defender a escritores tan íntegros como él, Calvert Casey o Reinaldo Arenas, en un lamentable ejercicio de doble rasero moral que mantiene hasta hoy su deshonrosa vigencia.

El agregado cultural de la Embajada de España en La Habana me comunicó a fines de la pasada década que un sondeo entre quienes frecuentaban el Centro Cultural de la misma mostraba un deseo de escuchar una charla o conferencia mías. Le dije que las daría con mucho gusto, pero con una condición: de que versaran sobre Guillermo. El diplomático rompió a reír: "Esto es pedir la Luna". Pues bien, yo sigo pidiendo la Luna, a fin de poder hablar un día del autor de Tres tristes tigres en esa Habana que tanto amó y que supo retratar como nadie.

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