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Apresúrese a ver el país

En 1973, el doctor Castilla del Pino publicó en la revista Triunfo un artículo con el significativo título de Apresúrese a ver Córdoba, que le generó adicionales enemistades a las que ya había cosechado por otros motivos. En él denunciaba el imparable proceso de deterioro y destrucción de la ciudad en pleno desarrollismo. Quien acceda a la segunda parte de sus memorias podrá leer el texto completo de la denuncia. "El desarrollo económico actual podría hacerse -debería hacerse, mejor dicho- de manera que fuese compatible con la pervivencia del pasado y de los caracteres mismos de la ciudad, que la hicieron, cuando menos, habitable", señalaba Castilla en su alegato. Porque "a mí me interesa el pasado -las huellas de nuestro pasado- no sólo a modo de adorno que ofrecemos a nosotros mismos y a los que nos visitan (...) me interesa... porque, paradójicamente, satisface necesidades elementales que la nueva ciudad está lejos de dar cumplido fin" (...) "...vivir en relativo silencio, pasear, contactar uno con otro... sólo es factible allí donde la ciudad todavía existe en tanto fue hecha por y para los hombres".

Al utilizar el título de su artículo, y don Carlos seguro que me disculpará, intento llamar la atención por el paralelismo entre la situación denunciada en su Córdoba de los sesenta y nuestro País Valenciano, en esta última década prodigiosa del transmilenio.

No hay día que pasa sin conocer un nuevo atentado en forma de abuso urbanístico, confusión legislativa o proyecto de nueva infraestructura.

Nuestras señas identitarias no sirven sólo para mostrar diferencias, sino que forman parte de nuestro mejor modo de vida, el que va unido a las condiciones naturales y a nuestra propia historia y cultura. Las personas y colectivos preocupados por la supervivencia de este pequeño país llevan tiempo advirtiendo que el mantenimiento de esa identidad colectiva exige, como condición imprescindible, la preservación de la identidad territorial. Poco queda en pie en nuestro castigado litoral, la franja costera donde habita la mayoría de la población valenciana, y ahora, como se puede comprobar, el tsunami urbanizador (perdón por la comparación) está alcanzando el interior. ¿Conocen bien nuestros conciudadanos, no sólo por las ya rutinarias informaciones de prensa, qué es lo que está sucediendo...? ¿Se debe el desinterés mostrado a la falta de información, o más bien a un preocupante desapego de la ciudadanía por nuestras referencias culturales más próximas?

Cuenta este mismo diario (6-02-2005) en el penúltimo episodio, desde el Sur, que una vez "colonizada, palmo a palmo, la costa y, en algunos casos, inclusive el prelitoral, los promotores han puesto su punto de mira en el interior de la provincia de Alicante. De norte a sur, apenas hay un término exento de proyecto para recalificar suelo rústico, adquirido a bajo precio, para edificar". El asunto es que los promotores plantean recalificar 50 millones de metros cuadrados en unos treinta proyectos que generarían 150.000 segundas residencias.

Un poco más al sur, el departamento del ramo plantea la prolongación de la autovía de Llíria -la forma más rápida de llegar al atasco- hasta Losa del Obispo. Vistos los nefastos resultados territoriales y urbanísticos del tramo actual, no resulta difícil intuir los impactos del nuevo proyecto en las comarcas afectadas. Por cierto, ya que la inversión se estima en nada menos que 440 millones de euros, cabe preguntar: ¿de veras cree el Gobierno valenciano que ése es un asunto prioritario para el interés general?...

Surge, al hilo de estos debates, el requerimiento bienintencionado de quienes, agobiados por la publicidad omnipresente y por el supuesto acrítico de que todo crecimiento es de por sí beneficioso: ¿qué hay de malo? nos preguntan quienes no entienden, o no quieren entender, que la urbanización no siempre resulta un proceso adecuado ni de interés social, que las ciudades crecen y se consolidan por lentos procesos de sedimentación de grupos y culturas diversas, y que, a la corta y a la larga, los costes de estos procesos apresurados y desintegradores, superan a los beneficios. Por mucha demanda externa que exista, las comunidades locales tienen el derecho, y la obligación, por razones de supervivencia y solidaridad intergeneracional (¿no quedamos en que estamos por el desarrollo sostenible?) de poner límites al crecimiento.

Por añadidura, si observamos cuáles son las formas que adoptan esas nuevas pautas de crecimiento, comprobaremos que se trata de modelos de bajísima densidad, de vivienda dispersa, sin apenas servicios. Pues bien, resulta ya de sobra conocido que esas tipologías implican mayores consumos de recursos, costes de mantenimiento más elevados y además, no favorecen en absoluto la cohesión social. Por el contrario, densidades más altas, que no congestivas, propician formas urbanas más eficientes, y mayor riqueza y diversidad en las relaciones económicas y sociales. El consumo de suelo per capita aumenta a escala exponencial, debido al aumento de la segunda residencia y a otros usos derivados de la construcción de infraestructuras, polígonos industriales, vertederos. Ese consumo de territorio se lleva por delante, en la mayoría de los casos, áreas de gran valor ecológico y paisajístico. Ya resulta difícil hoy, en muchas zonas de nuestro país, echar un vistazo sin la presencia de la acción antrópica en forma de autopistas, tendidos eléctricos o heridas procedentes de actividades extractivas. Ese proceso indiscriminado elimina las huellas culturales en el territorio, y con ello, se empobrece nuestra sociedad, nuestro lenguaje y por supuesto, nuestra forma de vida.

Así que nuestro país interior, ese gran desconocido, que incluye todavía lugares de excepcional belleza, se siente amenazado por el mismo cáncer que ya invadió el litoral. Apresúrense los curiosos visitantes y los ciudadanos a saborear los paisajes de nuestras comarcas del norte, del centro y del sur, valles y montes, ribazos y arroyos, bosques y masías, pueblos y ermitas...

Y si después consideran que todo esto debe ponerse a salvo de la especulación, reclamen alternativas urgentes de protección integral, que ningún gobierno se atreva a desclasificar, y expliquen que hay opciones muy respetables para revitalizar la economía de esos lugares invirtiendo en capital natural sin necesidad de destruirlo.

Joan Olmos es ingeniero de Caminos y profesor titular de Urbanismo en la Universidad Politécnica de Valencia.

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