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Columna
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Moneo sobre la arbitrariedad

Hace unas semanas, Rafael Moneo leyó el discurso de recepción en la Academia de San Fernando sobre el concepto de arbitrariedad en arquitectura y el texto ha sido publicado por la propia Academia. Sin duda se convertirá en un referente importante no sólo para discutir los actuales problemas planteados por el papel iniciador y creativo de la forma en arquitectura, sino para abrir una nueva interpretación de la historia de los tipos estilísticos a partir de la afirmación y la negación de la arbitrariedad.

Para empezar, hay que aceptar el significado que Moneo da al concepto de arbitrariedad, porque su exagerada polisemia ha servido para definir actitudes muy diversas. No hay que referirse aquí, por ejemplo, al sentido normativo del árbitro o del arbitrarismo, tan utilizado por los novecentismos europeos, sino, llanamente, a "la adopción aleatoria de una forma existente para construir sirviéndose de ella", aceptando, por tanto, "la hipótesis de que cualquier forma puede convertirse en manos del arquitecto en un edificio".

El texto arranca con la famosa historia vitruviana del invento del capitel corintio: la atención que Calímaco prestó a una romántica ofrenda en una tumba de una adolescente en el cementerio de Corinto, que consistía en un cestillo lleno de recuerdos tapado con una losa, al que casualmente se habían enrollado los tallos y las hojas de un acanto. A partir de esta forma no arquitectónica, Calímaco inventó el capitel corintio, que se convirtió en un modelo persistente y significativo desde la arquitectura romana hasta el siglo XIX. A partir de aquí, Moneo analiza distintos actos creativos en los que "la arquitectura pasa a ser más asunción de una forma conocida que resultado de un proceso en el que tan sólo la lógica constructiva prevalece", y advierte que "una vez que la asunción se acepta se convierte en convención, en fundamento y norma de la construcción, en algo poco menos que inevitable". Diría que, a pesar del brillante arranque vitruviano, los ejemplos sucesivos aducidos en el texto son más convincentes porque no es fácil aceptar al capitel corintio como una norma fundamental y no como un elemento concreto casi ornamental. Esa norma quizá se puede atribuir más justamente a la persistencia lingüística de los tres órdenes completos, desde la columna al entablamento, y ésos parecen originarse en unos sistemas constructivos propios del proceso de invención arquitectónica.

Moneo centra una parte de su ensayo en analizar esta asunción convertida en convención a través de un proceso de hábito persistente y afortunado, es decir, después de que a lo largo de la historia se haya demostrado su utilidad. O sea, después de poder considerarse como modelo útil a una posterior generalización. Me parece muy acertada esa afirmación, según la cual la arbitrariedad se supera con la comprobación de su capacidad modelística para toda la masa de arquitectura subsidiaria. Y no sólo en elementos concretos como el capitel, sino en las grandes transformaciones tipológicas y lingüísticas.

Pero la parte más interesante es aquella en la que se explica que "buena parte de la historia de la arquitectura puede ser entendida como el denodado esfuerzo que los arquitectos hacen para que se olvide aquel pecado original que la arbitrariedad implica". La interpretación constructiva del gótico en la revisión ochocentista, el esfuerzo de Gaudí en referir la forma a la lógica de la construcción y la abstracción de la geometría, la batalla contra lo arbitrario en Le Corbusier y Mies para apoyarse en la función, la construcción y hasta la reordenación social demuestran que la modernidad canónica desde el derrumbe de la academia fue un esfuerzo muy potente y eficaz para "olvidar aquel pecado original".

Pero en el último cuarto del siglo XX aparece una nueva confianza en lo arbitrario, que parece incluso dispuesta a no pasar de la asunción a la convención porque no adopta las maneras del modelo. Moneo analiza este fenómeno en la obra de Hejduk, Stirling, Gehry y Eisenman para definir distintos significados del proceso y de la integración de las relativas arbitrariedades, situadas ya en una posición revisionista del funcionalismo racionalista. Moneo conduce este análisis con la perspicacia que le caracteriza, pero, sobre todo, con sus inmensas dotes pedagógicas cuando intenta llegar a algunas conclusiones críticas. Sin que lo afirme radicalmente, queda claro que ese último cuarto de siglo ha sido el que ha exaltado con menos remordimiento lo arbitrario no sólo en términos culturales, sino en una nueva adecuación al papel consumista y propagandista que ha tomado la arquitectura. Frente a ello, Moneo traza un camino apaciguador: en lugar de arbitrariedad "cabría hablar de formatividad, concepto que aspira a dar razón de la forma desde su hacerse, buscando así la coincidencia entre el resultado, entre el objeto físico y tangible al que se ha llegado y los principios lógicos y formales que estuvieron presentes en su origen". Sería interesante que Moneo ampliara esta idea. ¿Cuáles pueden ser los instrumentos de esta "formatividad"? Con ello el magnífico texto alcanzaría orientaciones pragmáticas y nos explicaría, quizás, algunas bases teóricas de su propia arquitectura.

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