Una reforma discutible
En el año 1996, a raíz de sus pactos de investidura con Convergència i Unió (CiU), Aznar decidió repentinamente la supresión del servicio militar obligatorio y la profesionalización total de las Fuerzas Armadas. Fue una decisión conveniente e inevitable, pero precipitada. Conveniente, porque los nuevos sistemas de armas y las cada vez más frecuentes misiones en el exterior hacían innecesarias las masas de reclutas de conscripción. Inevitable, porque la objeción de conciencia, que en España alcanzó cotas sin parangón en otras naciones, estaba acabando con la mili forzosa por la vía de hecho.
Pero la improvisación rodeó todo el proceso. Lo que se hizo fue suprimir la mili, pero no profesionalizar las Fuerzas Armadas, que es algo muy distinto y mucho más complejo. Por eso, tres años después de que en diciembre de 2001 se licenciara el último recluta obligatorio, no sólo hay 32.000 soldados menos de los previstos en la ley del Régimen del Personal de las Fuerzas Armadas de 1999, que situó los efectivos de tropa y marinería entre 102.000 y 120.000, sino que no se ha conseguido frenar la continua reducción de los ya menguados efectivos. El problema es especialmente grave en la Armada, que ha tenido que dejar en puerto algunos barcos por falta de tripulantes.
El actual ministro de Defensa, José Bono, ha adoptado medidas para intentar atajar este problema, como el aumento hasta el 7% del cupo máximo de extranjeros o la instauración de pagas extraordinarias en las unidades que se encuentran en situación más crítica. Pero han sido parches y lo que se impone es una revisión a fondo. La situación es tan grave que el Gobierno ha decidido desgajar una parte de la Ley del Régimen de Personal, que está previsto reformar el próximo año, y tramitarla anticipadamente, como Ley de la Tropa y Marinería. La mayor novedad del proyecto es la idea de ofrecer a los soldados un contrato de dos décadas de duración, al término del cual (con una edad de entre 40 y 45 años) pasarían a la reserva y tendrían derecho a cobrar media pensión hasta su jubilación.
La compatibilidad de esta ayuda con otras retribuciones públicas o su elevado coste global para el Estado suscitan algunas dudas. Pero fórmulas similares existen en países como el Reino Unido, donde el ejército profesional funciona, al contrario que en España. En todo caso, el hecho de que se trate de decisiones cuyas consecuencias se verán dentro de varias décadas obliga a que se huya de la improvisación y se garantice la estabilidad del sistema y de la propia carrera profesional de los soldados.
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