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Columna
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Verborrea

Parece que hay horror al silencio, a la pausa, a la concreción y, en cambio, inclinación por la incontinente locuacidad, la garrulería cuando se trata de referir al público, por los medios audiovisuales cualquier suceso. La claridad y la discreción parecen proscritas del relato en las informaciones, cualesquiera que sean. Se achaca a los comentaristas deportivos insolvencia gramatical, ignorancia y atropello de la sintaxis, cuando sería sobrehumano que nadie, por competente y entrenado que estuviera, se librase de decir tonterías, necedades o incongruencias. La penosa labor de los locutores de radio y de los informadores de televisión en directo es admirable, en el sentido de canalizar un enorme caudal de palabras que, en gran medida, excede la definición o comprensión de lo que describen. "Quien mucho habla, mucho yerra" y es aplicable a esos profesionales a quienes no se les permite detenerse y han de rellenar el ámbito con todo tipo de consideraciones, sean o no pertinentes. En la retransmisión de un partido ya han tenido que poner dos comentaristas, por la imposibilidad de realizar la tarea sin frecuentes momentos de reposo. Pienso, a veces, que resulta una treta o un recurso gritar ese "goooooooool" interminable porque, mientras, descansa el caletre de la tarea de transmitir, en tiempo real, lo que acontece entre unos jugadores rapidísimos. Tiempos dorados que trajeron Boby Deglané y Matías Prats (padre) despachando a solas un partido de fútbol, una corrida de toros o un concurso de belleza, aún más difícil de describir sin caer en la monotonía.

Hace unos días Madrid se vio estremecido por el incendio del rascacielos Windsor, cuya noticia llegó en voz de las emisores de radio y en imágenes televisivas. Terrorífico evento para lo cual es necesaria la precisión, el conocimiento, la información de lo que ha ocurrido, cómo, cuándo, por qué y esos otros interrogantes que suscitan las grandes desgracias. El meollo de la información consistía en que, alrededor de las 11,30 de la noche del sábado 13 de Febrero, se desató el fuego en aquél gigante dormido, que tuvo principio en la planta 21, no funcionaron las alarmas, peligraban los edificios circundantes, los daños materiales era muy cuantiosos y cabía esperar un colapso circulatorio y un severo desorden en la vida de la capital. Por fortuna no hubo víctimas. Las desguarnecidas redacciones, en fin de semana, hicieron milagros acopiando datos: quiénes son lo propietarios del edificio, cuántas personas trabajan en horario laborable y cuántos formaban el retén de seguridad y vigilancia, lo que se llevó vertiginosamente a cabo.

La tarea de calle, corre a cargo de jóvenes redactores -generalmente redactoras, pues está comprobado que son las más y mejor dispuestas para esta clase de ordalías informativas- conectados por un auricular con el centro informativo, pero que tienen que mantener el uso de la palabra sin descanso. Esto quiere decir que han de repetir incesantemente los mismos o parecidos datos, enhebrar penosamente las oraciones y ofrecer una sensación de urgencia e improvisación mientras el fuego, fotografiado desde lejos, daba la verdadera dimensión del espanto.

Otro tanto ocurre cuando se trata de cualquier hecho luctuoso. Pocos días antes, la sobrecogedora nueva de que 18 jóvenes habían perdido la vida a causa de la combustión de una inapropiada estufa, después de la celebración de un cumpleaños trágico. Una detrás de otra, las palabras que se emplearon darían la vuelta a la Tierra. El drama era espantable y sencillo: podía preguntarse -cosa que no se ha hecho, que yo sepa- por el siniestro destino que hacía que en aquél grupo de gente moza, nacida en el ambiente rural circundante, no hubiera uno solo que supiese lo temerario de utilizar un artilugio para templar establos, colocado en una habitación sin ventanas al exterior. Esto quiere decir que la cultura agrícola ha desaparecido de la vida en el campo. Otros cientos de palabras semejantes nos tuvieron en vilo, cuando ya habíamos asumido el argumento dramático: 18 jóvenes encuentran la muerte insidiosa sin haber podido salvarse, aunque, al parecer, algunos lo intentaron y no lo consiguieron.

No olvidemos el mentecato interrogatorio ante las cámaras de esa vecina que oyó algo o el que declara que los protagonistas eran personas amables, corrientes. Personas así, también matan, mueren o hacen estragos. Y nos sentimos sumergidos bajo un tsunami de palabras, palabras, palabras.

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