El club de los poetas vivos
Que se sepa de una vez que la lectura de poesía contemporánea, como la de Joan Navarro, no es un sustituto de la pastilla inductora al sueño sino un origen de conocimiento tan caudalosa como las fuentes del Nilo
Ironías
Ni justicia poética ni ironías del destino, para qué vamos a engañarnos. La ironía personal suele ser de carácter verbal, tal es el compromiso y el prestigio del lenguaje. Se ironiza alegremente sobre alguien al que se le supone en un error de consecuencias ingratas pero no definitivas, también se hace de una forma algo más severa ante un adversario a fin de dar un rodeo, o bien se articula con una pretensión devastadora ante una situación indeseada que se considera irremediable. Personas, situaciones, colectivos. La cartografía irónica tiene el prestigio de lo inútil y la aureola de lo inevitable, y en sus altares nada simbólicos se han socarrado muchos de sus frecuentadores, a sabiendas, de que el ejercicio de la ironía es una respuesta personal ante circunstancias que exceden a todo aquello que puede abarcar la propia vida en cualquiera de sus instantes. Porque tampoco la opción por la ironía basta para forjar una vida seria.
Ponerse serios
En su libro más conocido, a propósito del proceso contra Adolf Eichmann, Hannah Arendt propuso el término la banalidad del mal para referirse a la frenética actividad exterminadora del nazismo. Ya va siendo hora, aunque en otras proporciones, de referirse a la espantosa trivialidad del bien que aqueja a buena parte de la sociedad norteamericana y que es tan contagiosa que pronto tendrá entre nosotros buen número de adeptos convenientemente imbecilizados. En El americano impasible, Graham Greene retrataba a la perfección la estupidez de un joven agente de la CIA en el sudeste asiático, un ser de apariencia angelical resuelto a hacer el bien sin importarle las víctimas que esa disposición de apariencia seráfica pudiera ocasionar. La Iglesia Católica se ha mostrado más o menos comprensible en muchas situaciones, pero las sectas que nacen de su costillar están resueltas a arrasar lo que haga falta con tal de procurar nuestro bien así en la tierra como en el cielo.
Cuando sopla el viento
El viento goza de gran prestigio en la literatura gótica y en el cine de terror, y muchas veces se ha convertido en elemento dramático de primer orden. Siempre que se manifieste con cierta moderación es agradable en el campo, y pocas emociones hay más humanas que caminar por un bosque mientras sopla el viento que balancea las copas de los árboles. Es molesto en la ciudad, no ya porque se te pueda venir una teja encima como porque acostumbra a esperarte, casi siempre traicionero, en alguna esquina inesperada. Pero tiene la enorme virtud de evocar días entre felices y temerosos de la infancia cuando cruje, a media noche, entre las rendijas de una ventana mal cerrada y depara un instante de atenta, remota, vigilante felicidad.
La pandemia sanitaria
Parece ser que en Torrevieja (¿y porqué ocurren últimamente tantas cosas desapacibles en Torrevieja, que es un tesoro según las más acreditadas habaneras?) pagan un pastón a un comisionado para controlar un hospital todavía inexistente, con lo bien que le vendría a la sanidad pública, y sobre todo a los pacientes, dedicar alguna atención a la proliferación de desastres continuos que asolan a los centros de salud realmente existentes. Decía Paco Candel que ser obrero no es ninguna ganga, y desde entonces cada vez lo es bastante menos. Ser paciente de hospital, de día o de noche, se va a convertir dentro de nada en un atajo privilegiado para liquidar la asistencia sanitaria por la vía del fallecimiento imprevisible, en ese umbral en el que el error médico perderá relevancia estadística ante la eficacia mortal de la simple falta de atención.
Un arma sin futuro
La pregunta es cómo aguanta el tipo (es decir, la vida, la suya) un poeta con mucha obra por delante que hace de funcionario a medias en un instituto y que por un misterio afortunado consigue volar hasta Berlín para disfrutar allí durante del tiempo ajeno a las tediosas trifulcas locales. Hay amigos de autobús, para los que usan el transporte público, y amigos de calle, para quienes se desplazan caminando por ese espléndido corredor urbano que va desde el Pont de Fusta hasta la Estación del Norte. Son innumerables las ocasiones en las que he hallado en ese trayecto a Joan Navarro, poeta de largo aliento, y nuestros encuentros han sido siempre felices, si no yerro en la apreciación, y algo tocados por el esplendor ocasional de un escepticismo militante que desdeña los alardes de la autodestrucción. Una actitud que no conforta ni reconforta, sino todo lo contrario. El mejor poeta de su generación vuelve a ejercer con Magrana, un poemario sin excusa de lectura obligada incluso para sus adversarios.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
¿Tienes una suscripción de empresa? Accede aquí para contratar más cuentas.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.