Lazar Berman, el pianista que surgió del frío
El pasado día 6 fallecía en Florencia el pianista ruso Lazar Berman. Nacido en San Petersburgo, entonces Leningrado, el 26 de febrero de 1930, fue un niño prodigio que a los siete años ya debutaba en el Bolshoi moscovita y llamaba la atención de Alexander Goldenweiser, uno de los grandes maestros de aquel momento y epítome de la escuela pianística rusa.
El trabajo con Goldenweiser supone para Berman enlazar con una tradición que viene de Liszt y de Siloti y que aún perdura. Sin embargo, sus verdaderos referentes serán siempre: Vladímir Sofronitski -yerno de Scriabin y contrario a los planteamientos culturales soviéticos- y Sviatoslav Richter. Es decir, dos pianistas de una personalidad a la vez rigurosa y enigmática, cuya relación con el repertorio pasa por una interiorización extrema y que hacen de la técnica un paso incuestionable a la hora de traducir la esencia de su música predilecta.
Berman comenzó siendo uno de esos secretos bien guardados que florecían en la antigua Unión Soviética y en los países de la Europa del Este y que muchas veces eran descubiertos casi por pura casualidad. En su caso, un agente americano, Jacques Leiser, consiguió, a mediados de los años setenta, un ejemplar de su grabación de los Estudios de ejecución trascendental de Franz Liszt realizada en Moscú, por la firma estatal Melodia, en 1959 y confesó encontrarse ante un pianista sólo comparable con Emil Gilels o con el propio Richter.
A partir de ahí llegaron los compromisos internacionales, los conciertos y, sobre todo, los discos, y entre ellos uno que le haría especialmente famoso: el que contenía el Concierto para piano y Orquesta número 1, de Chaikovski, con la Orquesta Filarmónica de Berlín, dirigida por Herbert von Karajan.
El registro supuso un lanzamiento mundial y un contrato con la poderosa e influyente Deutsche Grammophon, además de ese plus siempre implícito en casos como el suyo: la bendición del director austriaco, dios del negocio discográfico. Así vendrían luego otras grabaciones ejemplares, sobre todo los Años de peregrinaje, de Liszt, que aún hoy son referencia de la obra en disco.
El éxito parecía claro y el porvenir asegurado hasta que ocurrió un episodio kafkiano que cortó en seco la carrera de Berman.
En 1980, los aduaneros soviéticos encuentran en el equipaje del pianista un libro prohibido. Su posesión le acarreará un castigo ejemplar: la imposibilidad de salir de su país durante cuatro años. El mundo es demasiado ancho y demasiado ajeno como para esperar a que las cosas se arreglen y otros ases del teclado esperaban para tomar el relevo del castigado. A partir de ahí ya no será lo mismo.
En 1990, Berman se traslada a Italia, adopta la nacionalidad italiana y trabaja como profesor de piano en el conservatorio de Imola y, como invitado, en el de Weimar.
Sus apariciones como solista se hacen más esporádicas, los contratos de grabación le ligan a pequeñas firmas y su nombre es más un recuerdo en la memoria de los viejos aficionados que una realidad en un mundo como el de la interpretación pianística, siempre a la búsqueda de nuevos prodigios comerciales. Escuchar su Liszt, su Rachmaninov, su Mussorgski o su Scriabin es comprobar cómo la unión de técnica y de concepto, de una sonoridad plena y un estilo perfectamente idiomático hacían de Berman un pianista de muy alta calidad. Le faltó al final la misma suerte que le sonriera un día.
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