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Columna
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Bienvenido Mister Kioto

Cuando no existían sondas espaciales ni vehículos verdaderamente galácticos, se fantaseaba con la posibilidad de que hubiera vida inteligente en el universo vecino. Las cosas han cambiado y ya casi no se habla de marcianos. Hoy los avances tecnológicos nos han acercado a la superficie de los planetas y satélites más próximos, y el panorama que se observa resulta incompatible con lo que de momento entendemos por vida: paisajes gélidos o abrasadores, soledad infinita y falta de aire. La constatación de tanto desierto ha desplazado la curiosidad; ahora la pregunta fundamental es cronológica: ¿todos esos planetas inhóspitos, irrespirables, son previos o posteriores al paso de la vida inteligente? Qué representa, por ejemplo, la latente aridez de Marte ¿un prólogo o un epílogo? ¿Semillas o restos? ¿Ilustra el aspecto que la Tierra tenía antes de empezar o el que tendrá después de que sus habitantes hayan acabado con ella?

Para que se dé un debate público sobre asuntos públicos es condición indispensable argumentar de buena fe

El sentido se esconde a menudo en el dobladillo de la ironía. Y es perfecta la devolución irónica de aquel retrato que solíamos hacer de los marcianos: verdes y con antenas. Porque es precisamente así como tenemos que ser los terrícolas si queremos seguir respirando: convertidos a la causa verde y con las antenas, es decir, las alertas ecológicas, bien puestas. Bien orientadas en la línea de nuestra responsabilidad (individual) en el deterioro del medioambiente; y bien, minuciosamente, informadas de qué podemos hacer a cambio, de qué gestos cotidianos nos permiten adaptar nuestro modo de vida a la sostenibilidad y a la cordura planetaria.

Noción irónica donde las haya es la de progreso, que a menudo se presenta con dos caras, o mejor dicho, con una cara y una cruz. El título de esta columna remite a la maravillosa película de Berlanga. En Bienvenido Mister Marshall el desarrollo, que venía en coche, pasaba de largo por España. Sólo unas décadas después el desarrollo nos ha convertido, además de en un país mucho más confortable, en un potente emisor de CO2. A Mister Marshall no pudimos darle la bienvenida pero a Mister Kioto, además de tenderle la mano, habrá que apretársela hospitalariamente y a conciencia.

No voy a discutir que es tarea de todos (ciudadanos, empresas e instituciones) cumplir con los compromisos de ese Protocolo. Tampoco que se trata de una última oportunidad y de una cuestión de decencia. Pero no todo el mundo tiene la misma posibilidad de actuar, la misma capacidad de modificar las cosas, ni por lo tanto el mismo grado de exigible responsabilidad. Vuelvo a la película de Berlanga, a las imágenes finales de unos cochazos atravesando a toda velocidad Villar del Río. Porque el coche, además de implacable resumen de lo que hay que cambiar, es una justa vara de medir responsabilidades contaminantes. Se nos dice que la bestia negra del CO2 es el transporte; que tenemos que aparcar la manía de usar el coche a lo loco y apuntarnos a lo colectivo. De acuerdo. Pero que públicamente se nos den los medios y se nos eviten sangrantes contradicciones como la de una publicidad que alienta el consumo de automóviles y, cada vez con más frecuencia, la identificación de coche con acceso a espacio natural intocado. Del mismo modo que hay normas y códigos deontológicos que impiden dirigir ciertos mensajes a los niños, entiendo que se debería controlar la difusión de anuncios que son (obscenas) invitaciones a meter el tubo de escape donde todavía no lo ha hecho nadie, donde la naturaleza se había conseguido librar. Y en cuanto a los transportes colectivos sólo me referiré al tren. Soy una convencida del ferrocarril a la que Renfe ha conseguido no sólo disuadir sino asquear después de años y repetidos viajes (por ejemplo a Madrid) en condiciones cochambrosas, inaceptables. Y a la que Euskotren frustra sin remedio: de Donostia a Bilbao se tarda en tren dos horas cuarenta minutos (sic). Sabin Intxaurraga nos ha dicho hace nada que preveía restringir el uso particular del coche. ¿No es más radical y coherente ponernos sencillamente en la buena vía?

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