Vieja Europa, nueva Unión
VIEJA, LA LLAMÓ Rumsfeld no hace todavía un año, y vieja la llama toda la ralea de los neocon: vieja Europa. Y la comparan con Estados Unidos, joven América, máquina de guerra engrasada, lista para intervenir dondequiera. Y los pazguatos lo repiten, y le echan en cara su pesadez, su lentitud para tomar decisiones heroicas, su incapacidad para desarrollar una política de gran potencia. Le echan en cara no ser precisamente aquello que no quiere ser: un Estado dispuesto a cumplir un destino manifiesto en nombre de un pueblo, una raza, una nación. Frente a esa exaltación de Marte, los Estados nacionales de nuestra vieja Venus pierden buena parte de los atributos que los distinguieron hasta mediados del siglo pasado, englobados como se encuentran en una compleja red de relaciones y mercados transnacionales -corrientes migratorias, producciones culturales, transferencias de capital, localización de industrias, delincuencia...- que afectan al diario vivir de sus gentes.
En esas estamos: Europa inventó el Estado nacional y Europa lleva muy avanzado el proceso de sustituir por un inédito sistema político lo que en tiempos muy cercanos fueron las competencias exclusivas de sus Estados: moneda, policía, tribunales, fronteras. Cinco siglos empleó en lo primero hasta dibujar sobre el mapa un sistema de enclaves separados territorialmente por unas fronteras a la vez económicas, políticas, militares, culturales. No lleva más de treinta años en la tarea de "desnacionalizar" esos territorios erosionando las fronteras que los separaban: sólo desde la década de 1970 acometió un puñado de Estados europeos la empresa de construir un nuevo poder político que aspiraba a situarse más allá del Estado nacional. Hasta ese momento, el impulso procedía de la voluntad de cerrar una página de la historia; a partir de entonces, Europa dejó de mirar atrás y se propuso encarar el futuro.
En efecto, la Comunidad Económica Europea no debió sus orígenes a la necesidad de afrontar los retos de la globalización, sino a la voluntad de poner un final definitivo al permanente estado de guerra que asoló al continente durante un milenio. Guerras entre señores feudales, guerras de religión, guerras dinásticas, guerras imperialistas, guerras entre pueblos y naciones: no hay un siglo libre de guerras en todo el milenio. El propósito de liquidar esa historia ha concluido con éxito. Pero han pasado ya 60 años de la última y más devastadora y no basta con celebrar en paz su aniversario. La Unión no se justifica ni se legitima, como su antecesora, por poner fin a un pasado, sino por abrir un futuro: por ser el primer sistema político transnacional, o también: por ser el primer intento de construir un poder político situado donde ya llevan años instalados los poderes económicos y las jóvenes generaciones de europeos, o sea, fuera o más allá del Estado nacional.
De ahí que el no a esta Europa, la del tratado constitucional, proceda de ideologías que exaltan los límites, la homogeneidad, el destino, la comunidad bien identificada; de ahí que el no sea una opción reaccionaria en el sentido más literal del término: reacción ante la pérdida de las famosas señas de identidad del pueblo de cada cual que tantas energías hemos empleado en inventar, exaltar y venerar; reacción porque Europa designa hoy un continente desconocido, nuevo por completo en la historia: unión de Estados que no es un Estado, unión de naciones que no es una nación. Como no tenemos todavía un léxico adecuado para definir el invento hablamos de un sistema transnacional o supraestatal. En todo caso, un sistema que no puede encontrar en los gastados conceptos de dios, pueblo o nación el sujeto trascendental en el que legitimar su existencia: le basta con asentarse en ciudadanos libres.
Por eso tal vez haya sido en España -que ha sufrido como pocas las derivaciones sangrientas de las cuestiones identitarias- donde la idea de Europa se ha vivido tanto tiempo como una frustración: España era el problema, Europa la solución, decía Ortega, pronto hará 100 años. Tiempo suficiente para abandonar el lamento quejumbroso y dejar de esperar de Europa la solución de problemas propios e intransferibles para, libres del pesado fardo de la historia, participar en la construcción de este nuevo artefacto, todavía en su infancia. Porque una cosa es clara: Europa será todo lo vieja que quieran los neoconservadores, pero la Unión Europea de Estados "desnacionalizados" es un experimento sin precedente en su milenaria historia: está en la cuna. Y si las cosas marchan en la dirección hasta hoy recorrida, las naciones y los Estados que fueron sus truchimanes quedarán, como los castillos señoriales y las catedrales góticas, para adornar el gran museo de su historia.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.