Zipi y Zape
LEAN EL TÍTULO de este artículo otra vez, si no es mucho pedir. Repítanlo en voz alta como si fuera un mantra. En ese título (Zipi y Zape) está contenida lo que va a ser mi nueva tendencia estilística. Esta semana he cambiado mucho, ni yo misma todavía me reconozco. Soy una persona de una decencia que roza la beatería. Hasta he pedido presupuesto para reconstruirme el himen (que es un trabajo de reconstrucción tipo el que tienen que hacer con la torre Windsor), pero me han dado precio y, como lo pienso lo digo, es tontería gastarse ese dineral en un himen que no se ve, y tampoco es cuestión de írsele comunicando a cada individuo que te encuentres: "No sé si sabes que me he reconstruido el himen". Porque hay muchos hombres que lo interpretarían como una insinuación, ¡y eso sí que no!: si yo me reconstruyo el himen me lo reconstruyo para siempre. Es tontería gastarse un dineral en un himen para cargártelo a la primera de cambio. Pero a lo que iba: que he cambiado. Ustedes me han hecho cambiar. Con sus sugerencias, sus cartas, sus insultos, qué caramba. Esta semana, después de la publicación del ya mítico artículo El higo, he recibido numerosas misivas. De mi familia, en cambio, nada: silencio administrativo. Aunque me han llegado rumores de que están pensando en cambiarse de apellido. Las ratas siempre son las primeras en abandonar el barco. Pues bien, reuní las cartas recibidas y bajé a la ferretería. En la ferretería compré dos cosas: un pelazanahorias (y por Dios, no le busquen el doble sentido a esto, que no lo tiene) y una balanza. Ya en casa, puse la balanza encima de la mesa y coloqué en una de las bandejas las cartas a favor y en la otra las cartas en contra. No tuve que esperar demasiado para ver el resultado: la balanza se inclinó, con crueldad, en el lado de las cartas en contra. Qué hice entonces. ¿Cortarme las venas con el pelazanahorias? No, amigos, yo no quiero dar alegrías a mi cada día más abundante lista de detractores. Con el pelazanahorias, me pelé una zanahoria y me la comí. En el silencio de mi apartamento se oía el ruido de la masticación de una manera que me sentí como un conejo. La semana pasada hubiera escrito "como una coneja", pero eso tendría unas connotaciones eróticas que han pasado a la historia. Y es que los adjetivos que ustedes me dedicaron tan amablemente esta semana: ordinaria, te has pasao tres pueblos, secuela barata de los Ozores, vergüenza para EL PAÍS (en las dos acepciones), me han hecho recapacitar; pero más me ha hecho recapacitar, si cabe, las cartas a favor, porque, francamente, están ustedes (me refiero a los de las cartas a favor) muy salidos. No es por faltarle a nadie, pero a ustedes se les dice la palabra higo y se creen que todo el monte es orégano. ¡Y eso sí que no! Yo soy una señora; sin himen, de acuerdo, pero una señora. A partir de ahora emprendo un camino de regreso: vuelvo a la literatura infantil. El próximo artículo se va a llamar El sastrecillo valiente y en ese plan. Mi santo me está animando mucho porque dice que él me conoció como escritora de niños, dice que eso incluso le daba como morbillo (los hombres están muy enfermos, en serio), pero que no se esperaba que dentro de mí hubiera una monstruo pidiendo auxilio. Te has convertido, dice, en la novia de Chuky. Lo más gracioso es que ese regreso a la decencia que estoy experimentando coincidió con que me estaba fumando un cigarrito mientras leía el Time Out, la Guía del Ocio, y vi un ranking que habían hecho, un ranking con los peores nombres de restaurantes de Nueva York. El más votado por los lectores era uno llamado Zipi y Zape. Casi me dio el síndrome del corazón roto. Investigué, removí Roma con Santiago, y supe que era un restaurante que está en Brooklyn, en la zona más alternativa, como dicen ahora los idiotas. Me monté en el metro, como una ciudadana más, sólo por ir a ese templo cañí. Confieso que cuando vi en la fachada dibujos de Zipi y Zape y de Don Pantuflo Zapatilla, algo me sacudió mi psiquis. Pensé: ¿dónde dejé a la niña que una vez hubo en mí? Con lágrimas en los ojos entré; bueno, entramos, porque iba con mi amiguito David y con mi santo, que me están secundando en este camino de vuelta, porque piensan que tengo posibilidades de reinserción. Qué emoción no sentiría, cuando en una pizarrilla leí un cartel que decía: "Cócteles: Botones Sacarino, Mortadelo, Las hermanas Gilda...". Bebimos cerveza La Alhambra (aunque acusé la ausencia de Mahou cinco estrellas) y vimos estupefactos cómo encima de la barra, en unas vitrinas que parecían importadas de Tomelloso, había tortilla de patatas y banderillas y choricetes, pero la emoción se hizo insoportable cuando fui al servicio y una vez hube miccionado vi lo más conmovedor que he visto en este Nueva York inhumano en el que vivo: ¡el wáter tenía cadenilla! No lo creerán, pero al tirar de ella sentí como si hubiera tirado del cordel de la memoria. Volví a mi infancia, a los wáteres fríos de pueblo, al jabón Heno de Pravia, a los culillos helados en invierno, al papel El Elefante, a toda aquella felicidad salvaje, y cuando salí de aquel servicio, no exagero, toda la suciedad que inundó mi mente este tiempo atrás, había desaparecido. Sentí, no exagero, el himen reconstruido, y parafreando a Rosalía, me dije: "Adiós, higos; adiós, pollas; adios a miembros excelsos; adiós, Vidal de mis ojos, no sé cuándo nos veremos". Ahora que me acuerdo, una vez la señorita me castigó porque era decir ella Follas novas y yo caerme al suelo de risa. Se ve que ya desde pequeña, apuntaba bajo.
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