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Tribuna:
Tribuna
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¿Y usted de dónde es?

Mañana representaremos otra vez el rito fundacional de la democracia: una ciudadanía libre e informada sopesando el sentido de su decisión, el voto. Reflexión y voto, pensamiento y acción, son el instrumental cognitivo básico, imprescindible, para la participación de la ciudadanía en las democracias. Un ciudadano con la papeleta en la mano es el icono de esa democracia que llamábamos burguesa, antes de saber que no hay otra. Ahí radica la soberanía del pueblo y la semilla de su identidad. Palabras de alto voltaje que a veces, repentinamente, entran en erupción como un volcán que escupe piedras incandescentes. Hay palabras por las que mucha buena gente está adiestrada a morir y matar. Han sucumbido a las mentiras de sus padres. Pero dar la vida por algunas abstracciones no es en absoluto prueba de su validez, más bien todo lo contrario. Las palabras más angelicales y bellas las carga el diablo. Cuando se abusa de las palabras, éstas se condensan en ideologías, prejuicios y opiniones no reflexionadas, meros objetos cognitivos no identificados que cruzan el espacio, caen en los corazones de su tiempo y rompen las cabezas más atrevidas.

La formación de la opinión personal y pública es ahora el vector central de las democracias, su campo semántico privilegiado. Se ha producido una corrosión del significado de las grandes palabras. Dios ha muerto y hoy el ámbito de lo sagrado es un rentable parque temático gestionado por santos de castidad a poca prueba y otros entusiastas fanáticos, con o sin bomba incorporada. Por otra parte, quienes profesan, funcionarios en nómina, la religión del laicismo y las buena obras de la corrección política han acuñado sus propia jerga, que pasa a ser un mantra retórico o un sortilegio verbal por el que creen nombrar y ordenar el mundo real, el mundo de la vida, en exacta expresión de Bourdieu. Reflexionar no es necesario, basta con imitar. Maltrecha está, pues, aquella tarea de deliberación y de afirmación de la voluntad propia del ser humano erguido, irónico, hablante, que la Ilustración requería como virtudes invencibles.

El conocimiento, que según algunos optimistas bien informados es el motor del progreso, ahora llamado competitividad, es hoy la mercancía de mayor calado en las aguas de la posmodernidad. Creo que en estas nuevas condiciones se hace sumamente difícil, imposible ya en algunos contextos, continuar con la escolarización, sus instituciones y rituales. En el supuesto más positivo, puede instruirse para adiestrar en algunas rutinas profesionales. En el supuesto extremo, la escolarización es una vivencia traumática que quiebra la voluntad de los más débiles o, con elipsis bondadosa, de los menos favorecidos. La vela moral que impulsa esa travesía escolar, obligada y larga, se entrega sin rubor alguno a una equitativa distribución formal del variado catecismo laico de unos supuestos valores universales, siempre que sean aptos para su eficacia económica. Del humanismo a los recursos humanos; de la competencia intelectual a la competitividad mercantil; de la fundacional conexión mano-cerebro a la ingesta indiscriminada de la maloliente papilla audiovisual, entre la anemia y la obesidad.

No es de extrañar que se haya cortocircuitado la clásica jerarquía de la educación que, del esfuerzo reflexivo, el conocimiento y la voluntad, llegaba a la playa de la acción consciente y coherente. Pocos y achacosos, relegados en cuanto no científicos, son hoy los saberes -sofía generosa y desprendida- que no entren en la nómina del positivismo al servicio de las leyes del mercado que se armonizan por una voluntad superior. El conocimiento que no es productivo, material o simbólicamente productivo, es expulsado del imperio de la tecnología y sus colonias del espectáculo, el ocio y la trasgresión regulada por el ocio y la noche de las botellas.

Para el mercado sólo es relevante lo capaz de seducir al comprador: la producción del consumidor entra en el circuito de la producción económica general. El saber y el valor del ciudadano se miden por su tarjeta de crédito, llave que da acceso a atesorar objetos y símbolos identitarios prêt-à-porter. La apoteosis del nuevo siglo, la celebración de la mediocridad y el temor a la excelencia. Una festiva ceremonia oficiada por comunicadores, especialistas en el ser humano y todo ese alegre circo ideológico audiovisual, corruptor de menores, infantilizador de adultos, ladrón furtivo de la memoria de los viejos. Las viejas relaciones sociales no sólo no sirven ya, sino que entorpecen el nacimiento gozoso del consumidor, el individuo que se cree libre y soberano de sí mismo, ingobernable por otros, no mediatizado, antiautoritario, amo del cuerpo y señor de los sentidos. Ésa es la paradójica condición del esclavo posmoderno: un ser encadenado a las cosas, cosificado él mismo, pero libre para cumplir las normas de sus amos.

La opinión se hace pública acotando la agenda temática de lo importante y lo que no lo es. De ahí la extinción imparable de sabios y maestros, y el ascenso de los buenos payasos, expertos en estimular todas las pasiones del espectador. Hoy habitamos bajo el cielo de una presión reiterada, constante, que trata de expulsar del horizonte, digámoslo al modo tradicional, el libre albedrío. Pero el acto que cierra ese proceso mueve la mano que mece las urnas, ése es estrictamente gesto decisorio y trinitario: sí, no, abstención. De ahí la importancia de la educación. Una buena educación no toma partido, muestra las reglas del juego, tras lo cual la voluntad del individuo libre debe llevarle a volar solo y a inventar juegos nuevos, reglas nuevas y nuevos jugadores.

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No puede percibirse el sky line del futuro sin someterse a esa dialéctica de conservación y de cambio. Una tensión entre lo viejo y lo nuevo, el pasado y sus heridas, y el futuro y sus encantamientos. Sobre todo la tensión gigantesca entre las palabras herrumbrosas, prostituidas tras siglos de manoseo, y las que hay que alumbrar para nombrar el mundo, para iluminar la vida con otra luz. Pues bien, ese tratado por el que se establece una Constitución europea, que nos llaman a votar, es un sencillo manual de uso para echar un vistazo general a los tiempos que corren. Una puesta al día de la declaración de los derechos del hombre, y de la mujer, añadiría el payaso triste del norte. Precisamente por eso, en los siete títulos de ese texto, farragoso y lírico en ocasiones, desfila lo mejor del sueño ilustrado, las ideas herederas del viejo, largo y dolorido humanismo sobre el que hemos cabalgado hasta aquí, de pesadilla en pesadilla. El humanismo es democracia, pero también Auschwitz; es progreso y guerras, educación y barbarie, libertad y despotismo, educación e ignorancia... Votar sí a esa propuesta de Constitución no nos garantiza nada salvo la interesante incertidumbre del futuro. Pero por lo menos levanta el vuelo de nuevos horizontes y, sobre todo, les quita la espada a los exaltados caudillos y caudillitos, los hay variados y de todo pelaje, vendedores de fronteras que marcan su territorio, el que hacen suyo en exclusiva y por exclusión, echando la molesta meadita de sus nacionalismos cañís, de campanario, himno y atrofia intelectual.

Qué gusto votar sí y dejarse llevar por la mezcolanza, el mestizaje y la disolución de tanta identidad aburridamente dolorida; qué sensación de alegre melancolía meter a nuestros hijos, como a Moisés, en una barca y dejarlos llevar río abajo, a saltar fronteras y descubrir la insoportable y magnífica igualdad de los humanos; qué ansiedad más buena verlos desaparecer de nuestra tierra cultivada por el miedo, los prejuicios y la más mezquina mediocridad, y enfrentarlos a los atractivos de una docena de lenguas, a mirar menos hacia atrás con la ira de los justos que hacia delante con el temor de los audaces. Así lo dice Sánchez Ferlosio: "Si pasara el futuro de una vez, tendríamos tiempo de hacer algunas cosas". Bien está tener profundas y fuertes las raíces, sin duda, y su savia es nutritiva y buena para crecer. Pero el crecimiento se expresa sobre todo con altas ramas, frutos sabrosos y una sombra grata para compartir el pan y la palabra.

¿Y usted de dónde dice que es? Yo soy europeo, y me gusta.

Fabricio Caivano es periodista.

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