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Eto'o, la palabra blanca

Algunos sabemos que nuestro amor por el fútbol es irracional. En una ocasión hasta elaboré una pequeña teoría de bolsillo sobre esa irracionalidad que permite a un ser leído, medio ilustrado y hasta civilizado convertirse en un aprendiz de energúmeno dando saltitos ridículos en el sofá de su casa mientras ensaya un diccionario completo de insultos. Si el corazón tiene razones que la razón no comprende, el corazón del fútbol es lo más paranoico del historial psiquiátrico. Recuerdo que conocí a un personaje bastante chic, de los metrosexuales de antes (cuando se llamaban dandis), buena colonia, traje impecable, educación exquisita, que sólo conseguía llevar a su mujer al orgasmo si ganaba su equipo. Así me lo contó y así de cafre lo relato. Vista la cosa, y con la propia experiencia irracional en mano, lo mejor es no explicarse por qué nos emocionan 11 tíos en calzoncillos (bien, ésa puede ser una fuente importante de emoción...) peleándose por una pelota. Si los extraterrestres realmente existen, seguro que han visto un partido de fútbol y han descartado inmediatamente nuestro planeta. Zona no habitable...

Sin embargo, más allá de las pasiones privadas de cada cual con su equipo, el fútbol es una maquinaria muy poderosa capaz de cambiar hábitos sociales, mover economías ingentes y crear estados de opinión. Está de más relatar su enorme influencia. Hace años, intentando explicar quién mandaba en Cataluña, lo relaté en este orden: primero el presidente de La Caixa, después el presidente del Barça y, finalmente, el presidente de la Generalitat. Por cierto, ¡qué tiempos aquellos de la trilateral Samaranch, Núñez, Pujol! En fin... Por todo ello, por la influencia, por el poder económico, por la capacidad de movilización social, nada de lo paradeportivo que acontece en dicho deporte es ajeno y es inocuo. Lo supo perfectamente el presidente Laporta cuando se enfrentó a los seguidores violentos del Barça, y aún más claro lo tuvo aquel entrenador emblemático que se negó a seguir un partido si no retiraban una esvástica. Pero a pesar de algunas acciones serias y de algunas buenas intenciones, estamos muy lejos de erradicar la estética de la intolerancia de los campos de fútbol. Al contrario. Hace un tiempo leí un artículo de Tim Crabbe, profesor de Sociología del Deporte en la Universidad Hallam de Sheffield, donde alertaba sobre el fenómeno con ejemplos inquietantes. Para muestra este botón: "Los hinchas de los clubes ingleses, cuando se enfrentan a los clubes de Liverpool, cantan habitualmente 'prefiero ser paki (paquistaní) antes que scouse (oriundo de Liverpool)'. En este caso, el insulto se elige pensando en los parias despreciados por ambos grupos de hinchas, con el claro objetivo de que resulte lo más hiriente posible". Qué decir de la negativa del Udinese a contratar al jugador judío Ronnie Rosenthal porque en las oficinas del club aparecieron consignas antisemitas del estilo "¡Auschwitz es tu país, los crematorios tu casa! O de la muerte de Aitor Zabaleta a manos de gente del Bastión Atlético, cuyo lema "fuera, fuera maricones, negros, vascos, catalanes, fuera, fuera", es conocido en todos los campos. Y a partir de aquí, el largo etcétera de páginas web de aficionados ultras con todo tipo de simbología nazi, con jugadores emblemáticos fotografiados con dichos hinchas y con un largo historial de violencia verbal y física, siempre vinculada al extremismo ideológico más intolerante. ¿Fascistas? Mayoritariamente, y por ende, racistas, sexistas, homófobos y antisemitas.

Me dirán que se trata de grupos concretos y casi controlados. Pero cuando todo un campo sigue las consignas racistas contra un gran jugador y hacer el mono guturalmente se convierte en moda, para vergüenza de la decencia, y hombres de la categoría moral de Thierry Henry o de Samuel Eto'o tienen que convertirse en abanderados de la conciencia colectiva, es que la enfermedad corroe las entrañas de nuestra sociedad. En estos casos, la pasividad, la indiferencia, la tolerancia o el "quita bicho, que no es para tanto" se convierten en los principales aliados de la violencia. La frase que en su día escribió Luther King, "lo peor no es la maldad de los malos, sino el silencio de los buenos", resulta en este caso brutalmente adecuada. Personalmente, el momento de Eto'o, con esa inmensa y profunda tristeza en los ojos, celebrando su magnífico gol mientras hacía el mono, como respuesta a la barbarie que oía en las gradas, fue de una emotividad intensa y rabiosa. ¿Por qué no se paró el partido en ese mismo instante? ¿Por qué no lo paró el árbitro, que ni tan sólo consideró preceptivo apuntar el incidente en el historial del partido? ¿Por qué no se plantó el entrenador e impidió que sus jugadores jugaran como si tal cosa? ¿Por qué no se plantó la parte del público que no gozaba con el espectáculo? ¿Y por qué, a estas alturas, aún no conocemos ninguna sanción contra el club que protagonizó, en propia sede, el espectáculo de la intolerancia?

No estamos ante un tema menor, ni estamos ante un simple tema deportivo. La humillación racista, convertida en jolgorio colectivo, no sólo avergüenza al deporte, sino a la sociedad que lo permite, y atajarla es algo más que una cuestión solidaria, es una cuestión de dignidad colectiva. Primero, para dejar muy claro que los grupúsculos violentos del deporte no son los chicos descarriados de cada casa, sino energúmenos que contaminan y ensucian aquello que tocan. Y segundo, porque la tolerancia con la intolerancia es la puerta abierta al desaguisado social, el camino más directo a la enfermedad colectiva. Eto'o es un hombre de piel negra y alma grande. Sus palabras, sin embargo, son muy blancas: nos recuerdan el pozo negro que habita en el corazón de algunos blanquísimos desgraciados. No dejemos a Eto'o, y a Henry, y a todos los jugadores que sufren atropello, solos ante la maldad. Ellos son las víctimas. Pero los culpables somos los que callamos.

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