En memoria de Arthur Miller: la muerte de un fabulador
La primera vez que hablé con Arthur Miller fue en un congreso de escritores en Nueva York a fines de 1981 y la conversación duró menos que un minuto. Él no tenía la menor idea de quién era yo y se sorprendió cuando me acerqué a su larga y suspicaz figura después de la mesa redonda en que acababa de participar -sobre el compromiso del escritor en la era de Reagan, creo que era- y le propuse, así, a boca de jarro, que debía ir a Chile, que era importantísimo que visitara ese país pese a la dictadura.
Detrás de sus lentes gruesos, los ojos de ese genio del teatro me estaban midiendo cuidadosamente.
"And why should I?", preguntó después de un largo escrutinio.
¿Y eso, por qué debo hacerlo?
Y yo, que había soñado con ese momento, que durante años me había estremecido con su extraordinaria imaginación escénica; yo, que hubiese querido haberme pasado horas preguntándole sobre cada uno de sus personajes y el uso incredible y entrecruzado del tiempo en sus obras teatrales; yo, que me moría por decirle que La muerte de un viajante me había cambiado la existencia, no atiné a decirle sino esto:
"Porque le va a hacer bien".
"Because it will be good for you".
Una respuesta arrogante. Me quedaban unos diez segundos de plática y tal vez pensé que era la mejor manera de que mis palabras insólitas le quedaran por lo menos grabadas en la memoria, apostando a que habría algún futuro encuentro en que podría explicarle con más detalles esta convocatoria a un país paria al que los intelectuales y artistas del mundo no querían ni asomar la nariz.
Y fue así. Tres años más tarde volví a verlo, de nuevo en Nueva York, para reunir fondos, en esta ocasión, para un hospital en Nicaragua que llevaría el nombre del recientemente fallecido Julio Cortázar. Y como ahora éramos copartícipes y nos pudimos reunir antes y después del evento, fue posible reiterar la invitación y advertir que quienes nos oponíamos al régimen del general Pinochet pensábamos que era esencial no seguir creando un boicot cultural a Chile, que su visita fortalecería a las fuerzas democráticas, que él podía manifestar en Santiago ideas transgresoras que les estaban prohibidas a los artistas y jóvenes chilenos.
Escuchó con esmero y me indicó que ya tenía un viaje preparado -a Turquía, con Harold Pinter-, y que por ahora eso tenía que bastar. Pero que nos mantuviéramos en contacto.
Y, en efecto, varios años más tarde, con William Styron y Rose Styron, Miller finalmente hizo esa travesía hacia Chile, y a su retorno me comentó que había sido todo lo que yo había pronosticado.
Le había, en efecto, hecho bien llegar a un país donde su teatro y sus opiniones latían muy adentro de la vida de los hombres y mujeres, un país donde la gente estaba dispuesta a morir por el derecho a expresarse, un país donde cada palabra importaba, donde el teatro era tan vital que se lo vigilaba, se lo perseguía, servía como una incitación permanente a una comunidad desamparada.
Y tampoco en esa oportunidad pudimos hablar de sus obras, me quedé con las ganas de llevar a cabo las preguntas que tampoco le había formulado en nuestra primera escaramuza.
Y así siguió siendo nuestra relación, en los años subsecuentes, cuando coincidíamos de vez en cuando en torno a temas políticos y derechos humanos.
Hasta que en 1995 finalmente pude pasar una semana entera con él en Salzburgo, cuando fuimos ambos invitados, junto con el escritor surafricano André Brink, para juntarnos con unos sesenta becarios del mundo entero que venían a conversar con nosotros sobre teatro. Sí, sobre teatro.
Y entonces sí, en las noches, pude preguntar por Willy Loman y por Todos nuestros hijos y la tragedia inacabable de los Estados Unidos que se divisaba desde el puente y las brujas de la intolerancia en Salem, y el macartismo por cierto, y pude confesarle cómo su viajero me había sacudido mis redes y opciones estéticas, me había mostrado cómo era posible romper todas las leyes del espacio y el tiempo y del corazón en un estrecho escenario dramático.
Pude irme aproximando algo más a ese hombre al que tanto había admirado, y conocer de cerca su sentido del humor tan adustamente particular y su intransable ética y la inmensa compasión con que condenaba y amaba a sus personajes y a sus semejantes.
Después de ese encuentro austriaco, lo vi algunas veces más, generalmente por casualidad, en alguna calle o restorán de Nueva York o en alguna manifestación contra la censura.
Pero se le notaba cada vez más enfermo y decidí sólo contactarlo si hacía falta alguna firma suya para una causa, generalmente de origen latinoamericano.
La última ocasión fue hace un año y tantos atrás, para pedirle ayuda en torno a la nuera de Juan Gelman, desaparecida en Uruguay. Y, claro, dijo que sí.
Pensándolo bien, eso resume -si los resúmenes sirven para algo- aquella vida gigantesca. Fue un hombre generoso. Generoso con sus demonios y su tiempo, generoso con su fama y su belleza, generoso con los que necesitaban su ayuda y los que en todo el siglo pasado percisaron un teatro que no tuvo miedo de mostrarnos las múltiples caras de nuestra devastación y nuestra esperanza.
Ariel Dorfman es escritor y su última obra es Memorias del desierto.
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