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Columna
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Lectura

Nadie soportaría la vida sin otras vidas prestadas, robadas o soñadas. ¿Quién hubiera podido sobrevivir a las fiebres de la infancia si alguien no le hubiera contado pacientemente una vieja historia de piratas que empezaba en el puerto de Bristol? Yo lo recuerdo como una ráfaga de aire frío y salado que una vez me acuchilló la garganta en lo más crudo del invierno: el viento empujaba las olas contra el casco de la goleta La Hispaniola y el mar no era azul ni gris, sino violento, como un tugurio portuario.

De los libros nos queda a veces una impresión lejana como de viento soplando en aquellas cumbres borrascosas por donde cabalgaban Catherine Linton y Heathclift.

En ocasiones lo que recordamos es apenas un gesto, la forma lenta e impasible en la que el detective Philip Marlow calienta el agua de la cafetera, baja la llama, marca tres minutos en el reloj y lo tapa, sin que nada en absoluto pueda alterar su técnica de preparar el café, ni siquiera una pistola en manos de un tipo desesperado. En otras novelas parece como si no pasara nada, pero sin embargo podemos adivinar en cada una de sus páginas el transcurso de vidas enteras como en la mirada de Eveline cuando contempla un día de Navidad la nieve cayendo despacio sobre las calles desiertas de Dublín.

Algunos relatos nos dejan en la piel un tacto de seda. Son historias con música propia que salen de un capullo misterioso y van abriendo caminos en la niebla, para acabar ante un lago que permanece inexplicablemente inmóvil en una jornada de viento. Hay novelas navegables con un intenso sabor a infierno, tan enigmáticas o inquietantes como un viaje al corazón de las tinieblas. Hay otras que nos hechizan con su misterio, que nos hacen soñar un futuro del que ya tenemos recuerdo y hacen posible el milagro que un adolescente de otro siglo conozca el amor antes de que pueda darle un nombre. Es algo muy antiguo, siempre que el hombre ha querido indagar en el comportamiento de sus semejantes, escarbar en la memoria, bucear en los enigmas que lo atormentan, expresar un deseo, un sentimiento antes incluso de que existiese una palabra precisa que lo designase, entonces ha contado historias. Funciona así desde hace siglos, desde las hordas de cazadores que aliviaban su corazón junto a las fogatas de la tribu y continúa siendo así hoy porque ésa es nuestra forma humana de relacionarnos con el mundo, de anudarlo con la lengua de oro que nos concedieron los chamanes.

¿En qué nivel están nuestros sueños? Según los últimos datos sobre el hábito de lectura realizado por la federación del gremio de editores de España, el índice de los valencianos se sitúa a la cola de las comunidades autónomas. Casi la mitad de los encuestados declara que nunca lee un libro, lo cual significa que ninguno de ellos ha estado en la isla del tesoro, ni ha escuchado los acordes melancólicos del piano del capitán Nemo en el salón vacío de un submarino y tampoco cabalgará nunca en un caballo blanco hacia Samarkanda. Estas personas tienen que enfrentarse al mundo con una imaginación sin alas, desnutrida por falta de alimento y este hecho debería preocuparnos igual que si un informe médico detectara que el mismo porcentaje padece anemia o raquitismo.

Algo habrá que hacer para que la mitad de la población llegué a conocer el poder de sugestión de las palabras, porque en el interior de los libros hay algo que nos pertenece a todos. Es la parte del tesoro que podemos tocar con nuestras manos.

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