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Un referéndum invisible

Según una de las versiones de la mitología clásica, Agénor era un egipcio de sangre griega que vivía en Fenicia y que tuvo tres hijos y una hija llamada Europa. Un buen día Europa estaba jugando en la playa con otras chicas de su edad y se acercó un toro blanco y manso. No recelando de nada, Europa se subió a lomos del toro, momento que éste aprovechó para adentrarse en el mar y raptarla, llevándosela hasta Creta. Allí, se descubrió que el toro era Zeus, el padre de los dioses: tras yacer con Europa, la abandonó dejándola embarazada. El padre de Europa, desesperado, ordenó a sus tres hijos que fueran en busca de su hermana y les prohibió regresar a Fenicia sin ella: ninguno logró hallarla y nunca volvieron. Bonita fábula. Parece que el nombre de esta Europa guarda una relación puramente casual con el nombre homónimo de nuestro continente, pero las circunstancias de ambos son sorprendentemente similares porque están a punto de raptarnos la Europa que hemos conocido y nosotros sin enterarnos. Nos hallamos inmersos en plena campaña del referéndum sobre la Constitución europea y no se puede decir que los ciudadanos estemos mínimamente interesados por este asunto. En los bares, en las tertulias, en el cuarto de estar se habla de cualquier otra cosa: de política, por supuesto, de la ola de frío, del tsunami, de las fallas que se avecinan. Aún estoy esperando que alguien me comente, siquiera sea de pasada, lo de Europa. Y eso que mi vida transcurre fundamentalmente en ambientes universitarios donde se supone que este asunto debería preocuparnos. En otras palabras, que estamos jugando, indiferentes a lo que nos rodea: puede que vayamos a votar, puede que no, pero lo que es seguro es que el contenido del voto casi nos da igual. Desde luego no nos impresionan ni los discursos de los políticos ni esas aburridas cuñas de personas que nos leen artículos del proyecto constitucional europeo en la radio y en la televisión. Pudiera ser que saliese el sí y que nos montásemos alegremente a la grupa de un proyecto que diese con nuestros huesos en una tierra extraña. Y pudiera ser que saliera una fuerte abstención y que nos viésemos de repente arrastrados por una fuerza poderosa empeñada en forzar nuestros intereses contra nuestra voluntad. En uno y otro caso el resultado es casi el mismo. También podría salir el no, claro, pero es muy poco probable, entre otras razones porque el rechazo lo apoyan los nacionalistas y, en este momento, los hinchas del equipo negativo coinciden con los del plan Ibarretxe, lo que les resta posibilidades en el imaginario colectivo. Así que todos sabemos que la votación del día veinte la ganarán los partidarios del sí, probablemente con desgana y apatía.

Los grandes partidos dicen que a partir de ahora mismo van a echar el resto: el problema es si hablan de lo que deberían hablarnos. Cualquiera que les que oiga podría creer que se está discutiendo si somos europeos: pues no. O podría pensar que se discute si nos parecen bien los principios en los que se basa la democracia parlamentaria y, en general, el modo de vida occidental: pues tampoco. Lo que se discute es un paso de rosca más en el grado de integración europea, lo cual no puede lograrse sino a costa de limar las diferencias y la autonomía de cada cual. Es decir, que más Europa significa, necesariamente, más nosotros y menos yo: justo la tendencia contraria a la que llevábamos en España desde la Constitución de 1978. Y esto hay que decirlo: deberían decirlo los grandes partidos del sí y deberían reconocerlo los partidos nacionalistas del no. Europa es incompatible con un Estado español reforzado y lo es igualmente con unas autonomías crecientes (no es que el proyecto no mencione el papel de las regiones: es que no puede hacerlo). Entiendo que lo honrado sería explicarles a los ciudadanos lo que ganan y lo que pierden. Porque es verdad que Europa fue forzada por Zeus, pero también que ello la convirtió en madre de semidioses. Me parece altamente cuestionable que podamos rehuir la necesidad histórica de crear una estructura política capaz de competir con EEUU y con China, las dos grandes potencias del mundo actual.

El problema de la España de hoy es que hemos crecido en un ambiente en el que Europa parecía la solución a todos nuestros demonios familiares y sólo se nos ocurría agradecer acríticamente el detalle de los europeos al aceptarnos, al aceptar a un país que acababa de salir del franquismo y que era pobre. Algo de esto resuena en la propaganda que se está haciendo. Pero no es verdad. España ha sido uno de los estados que fundaron Europa y ha tenido una postura propia en relación con ella. Y lo que habría que discutir es si el proyecto de Constitución refleja nuestros intereses históricos o no. ¿Saben los ciudadanos españoles que los intentos de crear una unión europea se cuentan por docenas y que con el tiempo fuimos ocupando una posición relevante en los mismos? He aquí algunos botones de muestra. Hubo el proyecto de Jean Dubois, en el siglo XIV, y el de George Podiebrad, rey de Bohemia, en el XV: son dos propuestas que a los reinos españoles, empeñados en la Reconquista, les resultaron todavía ajenos. Pero el descubrimiento de América cambió el mundo y con él nuestro papel en el mismo. En el XVI, Francisco de Vitoria es el primero en concebir una sociedad de naciones, que acabaría articulando el jurista holandés Grotius. En el XVIII, el abad de Saint-Pierre preconiza que los reinos europeos, incluida España, formen una alianza permanente sometiendo sus decisiones a un senado dotado de poderes legislativos y judiciales, con sede en Estrasburgo, y contribuyendo a los gastos comunes: es una UE avant la lettre. En el XIX, Augusto Comte diseña una República occidental integrada por cinco grandes potencias -Francia, Alemania, Gran Bretaña, Italia y España-, y otras potencias menores como Portugal Grecia, Bélgica o Escandinavia. Y véase el curioso reparto de votos en el comité ejecutivo: ocho franceses, siete ingleses, seis alemanes, cinco italianos y cuatro españoles, más uno por cada una de las doce naciones restantes. Así hasta hoy. Todo esto se está debatiendo intensamente en los medios de comunicación y en los foros públicos europeos, pero no en España. En España lo único que sabemos es que, para unos, Europa es maravillosa, aunque no nos expliquen por qué, y que, para otros, Europa es un desastre, aunque tampoco nos digan la razón. Estamos como cuando la Reconquista, obsesionados con nuestras tristes batallitas interiores y viendo jugar a nuestra hermana en espera de que la rapten. Luego saldremos en su busca y no lograremos encontrarla, pero tampoco podremos volver a casa. Somos esos mismos fenicios (el nombre de España, Isapan, es fenicio, al fin y al cabo), gente que mira con nostalgia el continente europeo, pero que no acaban de creerse que pertenece a él, por más sangre griega que circule por sus venas. Por eso encaramos tan frívolamente este referéndum invisible.

Ángel López García-Molins es catedrático de Teoría de los Lenguajes de la Universidad de Valencia. (lopez@uv.es)

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