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Signos

"Yo iba para santa, pero no me dejé"

Una reflexión que se adentra en distintos aspectos de la biografía de María Zambrano

El centenario de María Zambrano, como suele ocurrir tras el paso de estos torbellinos culturales, ha dejado una cierta saturación en torno a la figura de la filósofa malagueña, intelectualmente esquiva pero moralmente diáfana, y algunos pocos libros fundamentales. Uno de ellos es María Zambrano, I. Los años de formación (Fundación José Manuel Lara, Sevilla, 2004), de Juan Carlos Marset, con el que este poeta y profesor de Estética de la Universidad de Sevilla -hoy también delegado de Cultura de su Ayuntamiento- obtuvo el I Premio de Biografías Antonio Domínguez Ortiz.

Decimos "fundamental" porque ayuda a clarificar los fundamentos de la educación de la escritora, rastreando en sus antecedentes familiares, de una cierta hidalguía rural-liberal que se pierde por las ondulaciones de la Sierra de Huelva (Alájar, Arroyomolinos, Cañaveral de León...), y en su infancia y adolescencia, tras las claves de una personalidad muy poco común. Ella misma creía que en esa trayectoria, y en sus múltiples fracasos, estaba la laboriosa explicación de su propia vida.

En palabras de Marset: "Sobre esa derrota familiar originaria construyó otro mito personal, el de sus propios fracasos". En ese itinerario anterior figuran personajes de muy variada índole, desde un abuelo protestante, con algo de alumbrado y de místico descarriado, hasta un padre, don Blas Zambrano, maestro rural inicialmente libertario y obrerista, luego brevemente afiliado al PSOE, y siempre firme en sus convicciones pedagógicas por la reeducación de las masas; interesante personaje que llegó a trabar una gran amistad con Antonio Machado, ya en la Segovia de los años veinte.

Hubo también, naturalmente, un buen número de mujeres piadosas en el entorno familiar de María. Fruto de estas presencias, aunque también de una especie de innata propensión místico-poética que se desarrollaría con los años, la niña María Zambrano llegó a tener fama de "santita". Ella misma, repasando ese tramo de su vida, con singular gracejo escribió: "Yo iba para santa, pero no me dejé".

Krausistas y positivistas

El hecho cierto es que tal cúmulo de elementos dispares acabaron forjando una personalidad rebelde a toda clasificación convencional, al menos con los parámetros que hoy utilizamos para esa época. Sin embargo, y si nos adentramos en los ríos más profundos de la cultura española, no está tan desasistida de referentes. Del conglomerado de los krausistas, por un lado (Sanz del Río), y de los positivistas por otro (Machado y Álvarez, Sales y Ferré), le llegó el único factor común que había entre ellos: el del espíritu de una nueva Ilustración, como elemento básico de defensa contra el caciquismo, y especialmente el caciquismo andaluz. Del ingrediente cristiano que le asediaba por todas partes, unido a lo anterior, lo que ella misma llamó "un cierto renacer del erasmismo español". Y en conjunto, un perfil neocristiano heterodoxo, que le conduciría a su amistad con José Bergamín y luego, ya en el exilio, con Lezama Lima.

De Ortega, en un primer momento, la "razón vital", que ella derivó en "razón poética", como expresión particular de la pugna entre la intuición y la lógica. Por cierto, la primera vez que utilizó ese concepto propio fue en un comentario al libro de Machado, La guerra. De éste último, y de Unamuno recibió una cierta fluctuación entre Kant y Spinoza, el ser-en-sí in cognoscible y el ser metafísico a lo divino. Para quedarse finalmente sólo con el poeta sevillano (que también iniciaba su distanciamiento de un tibio Ortega y de un extravagante rector de Salamanca), en la turbulencia político-moral de los años decisivos, los de la II República, los de la insurrección fascista, el exilio o la muerte. No así en lo filosófico, donde siempre les separó la línea que separa el gnosticismo (Zambrano) del agnosticismo (Machado).

En resumidas cuentas, un pensamiento el de esta gran mujer que no puede calificarse de sistémico, sino acaso como "discernimientos de la sensibilidad", y más propios de una "pitonisa con lengua de fuego", como ha escrito Diego Romero de Solís en un reciente artículo de la revista Mercurio. María Zambrano está aún más cerca de encarnar a la perfección aquel arquetipo del "español disperso" que ella definió, en su redescubrimiento de Galdós, queriendo ubicar en algún sitio a su propio padre. En realidad, es el mismo sitio donde tantos y tantos españoles de bien han naufragado, igual que ella, a lo largo de la historia de un país tan terrible como el nuestro.

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