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Europa: oportunidad y compromiso

Adela Cortina

El día 12 de enero, el Parlamento Europeo, por abrumadora mayoría, se pronunció a favor del tratado por el que se establece una Constitución para Europa, y el Parlamento español, por su parte, dio luz verde a la convocatoria de un referéndum que tendrá lugar el 20 de febrero. Las discusiones sobre el tratado se multiplican, menudean las posiciones a favor y en contra, como es natural en una sociedad pluralista; pero también las preguntas, algunas de ellas tan elementales como por qué un tratado de estas características y por qué ahora. Si es que, a fin de cuentas, hace alguna falta.

El ahora y el porqué parecen claros. Distintos países quieren integrarse en la Unión Europea y es urgente averiguar si existen unos criterios compartidos para aceptar o rechazar a los candidatos. A la vez, el proceso de globalización está siguiendo unos derroteros ante los que Estados Unidos o China toman posiciones, mientras que Europa no parece tener voz propia. Dotar a la Unión Europea de personalidad jurídica en el escenario mundial y dibujar los trazos de una identidad europea se hace necesario en ambos casos, siempre que las identidades se entiendan como un proceso dinámico, y no estático, como la definición que hace de sí misma una persona o una entidad política al ir llegando a la edad adulta; una definición que seguirá reformulando a lo largo de su vida.

Por eso no basta con recurrir a la historia o las raíces para caracterizar identidades, no basta con un carnet en el que aparezcan la fecha de nacimiento, el nombre de los padres o la profesión. Hace falta recurrir, en el caso de las personas y de las entidades políticas, a lo que se ha llamado la identidad moral: al conjunto de valores por el que se orientan al tomar sus decisiones, al conjunto de valores desde el que dan importancia a unas cosas y dejan otras en segundo plano. Al fin y al cabo, en la vida corriente no importa mucho saber cuáles son las raíces étnicas de las comunidades políticas, que por fortuna suelen ser múltiples y variadas, sino detectar si esas comunidades prefieren de hecho la libertad al vasallaje, el trato igual a la discriminación, la deliberación abierta y pública al dogmatismo, la solidaridad al desamparo. Y, en este sentido, el tratado recoge desde el principio un conjunto de valores que dicen componer las señas de identidad de los europeos: respeto a la dignidad humana, libertad, democracia, igualdad, pluralismo, no discriminación, justicia, solidaridad, tolerancia, igualdad de varones y mujeres, derechos de las minorías, Estado de derecho, y respeto a los derechos humanos.

Son valores, como es obvio, que comparten en el contexto europeo cristianos, ateos y agnósticos, porque forman parte de esa ética cívica, de esa ética de los ciudadanos, en la que ha venido a recalar "la herencia cultural, religiosa y humanista de Europa", de que habla el tratado constitucional. Si no se dice expresamente que esa herencia procede de la cultura grecolatina, la religión cristiana y el humanismo que dio en la Ilustración, sí se recogen abiertamente los valores que unos y otros pueden reconocer sin lugar a dudas como suyos. Igual que la Carta de Derechos Fundamentales, entre los que se encuentran los civiles, políticos, económicos, sociales y culturales, con la peculiaridad de que en el texto se les reconoce por vez primera en la historia de este tipo de tratados una fuerza jurídicamente vinculante. Quien desee formar parte de la Unión Europea, sean los países veteranos o los nuevos, sabe que estos valores y derechos han de formar parte de su identidad dinámica.

Claro está que declarar valores y derechos es una de las cosas más sencillas y baratas del mundo, incluso puede resultar emocionante. Como escuchar el himno de la Unión, el Himno a la alegría, de Beethoven, o ver ondear la bandera azul con las 12 estrellas. No digamos ya si el Día de Europa, el 9 de mayo, se convierte en festivo para que puedan organizarse, entre otras cosas, procesiones cívicas. Pero en la vida diaria una cosa son las declaraciones, muy otra, las realizaciones. Aunque como bien dicen los que han pensado a fondo sobre estos asuntos, declarar no es una acción aséptica: declarar es comprometerse con lo declarado. Y aquí empieza, a mi juicio, lo más interesante de la cuestión.

Ciertamente, los textos de estas características suelen ser como las cartas de los restaurantes, en las que hay platos para todos los gustos. Sobre todo, si tienen 448 artículos, como es el caso, y son el resultado de negociaciones sin cuento. Pero no es menos cierto que los valores, derechos y objetivos que se declaran desde el principio, por mucho que se quisieran obviar en las políticas concretas, son los que les dan sentido y legitimidad. Por eso en la carta del restaurante de la Unión hay que fomentar las políticas que hacen juego con la identidad moral, abiertamente declarada. Desde esta perspectiva, dos grandes oportunidades podrían abrirse para Europa: la de avanzar en la construcción de una ciudadanía cosmopolita, sin exclusiones, dando carne de realidad al sueño estoico, cristiano, liberal y socialista de una república de ciudadanos del mundo, y la de hacerlo desde esa "forma de vida europea", que hizo de los derechos sociales la carta de triunfo de la auténtica competitividad porque, a fin de cuentas, por decirlo con Sen, el fin de la economía es crear una buena sociedad.

En lo que se refiere a la ciudadanía cosmopolita, la Unión Europea reúne las condiciones para hacer el experimento único en la historia de crear una entidad política nueva, una unión transnacional, ligada por un tratado constitucional que sustituye a los tratados anteriores, como uno de los caminos posibles hacia una república mundial. Los Estados no pierden su soberanía, sino que la comparten en aquello que acuerdan, y los ciudadanos adquieren una doble ciudadanía política.

Evidentemente, este tipo de unión es insuficiente para quienes sueñan en unos Estados federales de Europa, y es excesivo para los que no quieren ceder un ápice en la soberanía de sus países. Pero conviene recordar que hace más de dos siglos, cuando Kant planteaba en la Paz perpetua la necesidad de crear una sociedad cosmopolita, apuntaba dos caminos posibles. Uno de ellos, el de una república mundial, sin distinción entre Estados, con una ciudada

-nía mundial. Otro, el de tender vínculos entre distintos Estados, sin que ninguno de ellos renunciara a su soberanía, de forma que en esa confederación fuera posible entrar y salir, sin que ningún paso fuera irreversible. Por cuál de estos caminos optar es una pregunta a la que tenía que ir respondiendo la historia, mostrando qué es lo factible. No podía imaginar Kant esta novedad de una unión transnacional, a caballo entre el federalismo y la confederación, que debería -y ahí está, a mi juicio, el meollo del asunto- seguir tendiendo vínculos con los demás países para ir generando la trama de una ciudadanía cosmopolita.

Porque es verdad que ya existen instituciones mundiales, que de algún modo son el germen de una república mundial, pero es preciso avanzar también en el camino de ir generando la sociedad cosmopolita desde los vínculos entre uniones transnacionales. Europa se encuentra en una situación privilegiada para crearla, porque cuenta con países afines ética, política y culturalmente, geográficamente próximos, y sin desigualdades económicas tales que no puedan verse paliadas por fondos de cohesión. Y si el experimento resulta convincente, puede servir de invitación para que en distintos lugares se haga otro tanto.

Sin embargo, una ciudadanía sin exclusiones no se construye si cada unión transnacional es excluyente de puertas para adentro y de puertas para afuera. En nuestro caso, si Europa no toma en serio el objetivo que dice proponerse desde el comienzo del tratado de insertarse en el marco de una "economía social de mercado", tendente al pleno empleo y al progreso social, en un nivel elevado de protección del medio ambiente y desarrollo sostenible. Lo que ha sido, a fin de cuentas, su sello distintivo y que le obliga a promover en su seno los logros del Estado social.

Claro que la economía tiene que ser competitiva. Sólo faltaba que tendiera a generar productos con una mala relación entre calidad y precio, o buscara privilegios y monopolios. Pero la "forma de vida europea", sobre la que tanto se ha dicho y escrito, tenía la genial peculiaridad de intentar obedecer al imperativo de la competitividad desde la obediencia al imperativo social; de intentar convertirse en la economía más competitiva, basada en el conocimiento, a través del balance económico, social y medioambiental. Ésa era y tiene que ser la "vía europea al cosmopolitismo". Pero si el trabajo se precariza, se privatizan los servicios sanitarios o se descarta por utópico un ingreso básico de ciudadanía, aumentará el número de euroescépticos, con toda coherencia. Las oportunidades dejan de serlo si no se asumen los compromisos para hacerlas realidad en la vida diaria.

Adela Cortina es catedrática de Ética y Filosofía Política de la Universidad de Valencia y directora de la Fundación Étnor.

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