La tentación del 'no'
El pasado viernes, Miquel Roca, hablando de la Constitución europea, advirtió sobre la fascinación por el no. Es cierto que el no casi siempre es más atractivo que el sí. Dar un sí supone aceptar algo que por definición es imperfecto, lejos de lo que uno desearía, fruto de las complejas combinaciones que resultan de la diversidad de intereses propios de cualquier sociedad. Dar un no, en cambio, siempre deja la conciencia a salvo. Porque el no lo que hace es ratificar la posición propia, salvándola de estos mercadeos siempre impuros que configuran la negociación política. El no tiene el prejuicio favorable de dignidad moral, el sí necesita demostrarla siempre. El rechazo nos mantiene incontaminados porque un no no tiene por qué tener nada en común -ni en el pasado ni el futuro- con otro, salvo la voluntad de rechazo. La aprobación nos convierte en socios de todos aquellos que han apostado en la misma dirección, porque el sí sube a mucha gente diversa al mismo carro.
El no tiene además el prestigio de lo contestatario. A menudo se confunde crítica con rechazo, como si sólo fuera crítico el pensamiento negativo que denuncia permanentemente el modo en que se hacen las cosas sin arriesgarse nunca a ensuciarse las manos. Pero la crítica es otra cosa: es someter cualquier acontecimiento al juicio de la razón, y este ejercicio no tiene por qué conducir inexorablemente a un no. En realidad, lo que el ejercicio de la crítica pide es pasar por la hipótesis del no antes de apostar por el sí, sin que por ello sea necesario quedarse en el no. El no goza de un prejuicio favorable tanto en lo ético como en lo estético; pero no es forzosamente la mejor opción política. El prestigio del no viene de una arcaica idea del poder entendido siempre como algo estrictamente negativo (dominación y represión). En la positividad del poder, sin embargo, está la posibilidad de la acción política. Sin poder no hay proyectos.
En la actual coyuntura política catalana la tentación del no se da por partida doble. En el inminente referéndum de la Constitución europea y en la reforma del Estatut. De todos los argumentos a favor del no, que los hay para dar satisfacción a posiciones muy diversas del espectro político, el más común pero también el menos atractivo es el que responde a la típica pregunta: ¿qué hay de lo mío? El no sería función de un cálculo de réditos para Cataluña, que siempre es un mal razonamiento si lo que se trata es de hacer crecer un proyecto en que el objetivo debería ser que el todo acabe siendo distinto de la suma de las partes. Sin duda, la Constitución no prevé las reivindicaciones catalanas sobre la lengua, pero el no las prevé mucho menos, porque nadie puede imaginarse que de él saliera una mayoría alternativa posible y más favorable a ellas. El debate europeo tiene una característica interesante: cruza transversalmente las organicidades y las alianzas políticas, aquí y en otros países. El Gobierno de la Generalitat está dividido sobre Europa, pero Convergència i Unió también, a pesar de que al final la autoridad del presidente de Convergència Democràtica, Jordi Pujol, impuso el sí que la historia de su partido hacía inexorable. Sin embargo, este debate será de tono bajo porque los partidos o no están todavía suficientemente convencidos de la importancia que tiene o no han sido capaces de convencer a la opinión pública de ello. Y de esto son igualmente responsables los del sí y los del no. La tentación del no colmaría, sin duda, las aspiraciones de quienes creen que es bueno para Cataluña todo aquello que la hace diferente del resto de España. Pero esto es una manera pequeña de mirar las cosas que difícilmente tendría premio. "No hay que ver el mundo a través del ombligo de las regiones y de las naciones", ha dicho Cohn-Bendit. El no empequeñecería a un país ya muy dado al ensimismamiento.
En los tanteos del debate estatutario también ha estado muy presente la tentación del no. Algunos partidos han estado especulando con los rendimientos de quedarse fuera. De ejercer la aparentemente agradecida función de partidos que defienden tanto los intereses de Cataluña que no están dispuestos a aceptar rebajas, es decir, a negociar. Es verdad que quien ha hecho de la negociación su tradición política lo tiene difícil para convencer a sus electores de un repentino ataque de intransigencia patriótica. Pero la tentación ha existido y puede que siga existiendo. Sin embargo, tengo la sensación de que los últimos movimientos de Rodríguez Zapatero han frenado esta tentación, y de que empieza a cundir la idea de que se ha abierto una oportunidad probablemente irrepetible a medio plazo y que el que no la aproveche, el que pase por responsable de no haberla aprovechado, puede pagarlo caro.
Zapatero está politizando estos tiempos anunciados como pospolíticos. Mariano Rajoy hizo un excelente discurso en respuesta a Juan José Ibarretxe, pero si hubiera dependido de él no habría habido debate: simple choque de nacionalismos. Fue Zapatero el que propició el debate para anunciar un nuevo tiempo. A nadie ha pasado desapercibido, y menos en Cataluña. Durante buena parte de 2004 los focos se centraron en la política catalana. Parecía como si Cataluña quitara protagonismo a Euskadi. El propio presidente Maragall lo vio como una posibilidad de que el proceso catalán beneficiara al proceso vasco. Después, el plan Ibarretxe y las elecciones han vuelto a poner al País Vasco en primer plano. Pero está claro que, a partir de ahora, los focos irán alternativamente de un lado a otro, porque si en Euskadi se ha empezado por lo imposible (lo que está más allá de lo realmente posible), a Cataluña corresponde la estrategia de lo posible. Esta estrategia pasa porque ninguno de los partidos catalanes tenga la tentación del no, de la fatua pero estéril autenticidad, porque sólo de esta manera se podrá impedir que los dos grandes partidos españoles, PP y PSOE, caigan ellos también en la tentación del no a lo que venga de Cataluña.
Para después de las elecciones europeas se anuncia un Miravet-2. Debería servir para enfilar la recta final de un debate que no puede prolongarse indefinidamente a costa de la política de las cosas (ahí está el desastre del Carmel para los que duden de ello) y para desterrar la tentación del no. Tanto especular sobre qué somos y cómo nos relacionamos con los vecinos y unas casas se hunden sin que nadie sepa todavía exactamente por qué. A veces parece como si se hipotecara el existir a la obsesión por la esencia del ser.
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