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Columna
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Café para todos y de calidad

Antón Costas

El café para todos tiene mala prensa entre los nacionalistas catalanes, y aun entre los mismos catalanistas. Pero pienso que se equivocan. Con esa expresión coloquial se quiere rechazar cualquier tipo de privilegio sin fundamento en favor de una persona, grupo o comunidad y, por lo tanto, defender un trato igual para todos, sin distinción de categorías. Así decimos que todos los españoles, vivan donde vivan, tienen el mismo derecho a la educación, a la sanidad o a una pensión. Desde este punto de vista, el café para todos me parece una aspiración loable.

Sin embargo, esa expresión tiene una acepción negativa que surge del rechazo a un igualitarismo desmedido que impida la necesaria y conveniente diferenciación, ya sea por la existencia de hechos diferenciales que conviene reconocer y potenciar, como la lengua propia, o en razón de las desigualdades que surgen de un mejor aprovechamiento de recursos que están a disposición de todos. En el caso de España, esa acepción negativa se vincula especialmente al Estado de las autonomías. Tanto es así, que a la hora de escoger una locución para ilustrar el uso de esa frase en el español actual, el diccionario fraseológico de Manuel Seco utiliza este ejemplo.

Esta vinculación entre el estado de las autonomías y el café para todos se asocia a Adolfo Suárez, quien no limitó el derecho al autogobierno a Cataluña, País Vasco y Galicia, sino que lo extendió a Andalucía y, a partir de ahí, a todas las demás regiones españolas. Aunque esa decisión ha sido muy criticada, a mí siempre me ha parecido un acierto. La historia no vale para justificar privilegios que tienen que ver con las condiciones de vida de la gente. Ese era un planteamiento válido para la época de la segunda República, pero no para la España actual.

Ahora, en el momento en que desde Cataluña se vuelve a plantear la necesidad de llevar a cabo reformas estatutarias y constitucionales, algunos temen que esas demandas acaben una vez más en café para todos. Y, para evitarlo, exigen la negociación bilateral, de tú a tú, con el Gobierno de Madrid. A mi juicio, es un error, porque el camino más exitoso que tiene Cataluña para lograr sus aspiraciones de más autogobierno es servir de líder para, junto con las demás autonomías, abrir caminos que puedan servir a todas.

Para eso es necesario convencer, explicarse y buscar complicidades. Pero para explicarnos fuera hay que comenzar por ponernos de acuerdo dentro. Y es aquí donde creo que surgen los malentendidos, porque si lo que queremos son privilegios materiales para nosotros solos, difícilmente se llegará a un acuerdo.

¿Qué se pretende desde Cataluña? No se pide la luna, sino cosas entendibles y aceptables por todos los demás. Básicamente se demandan dos cosas. Una, en el plano de lo simbólico, se relaciona con el reconocimiento de la singularidad de Cataluña como sujeto político. La otra, de naturaleza material, tiene que ver con la necesidad de más competencias y mayor capacidad financiera para poder gestionar mejor aquellas materias que determinan la capacidad de la economía catalana para crear riqueza y empleo, y mejorar la calidad de vida de sus ciudadanos.

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He leído la conferencia que pronunció la semana pasado el presidente Pascual Maragall en Madrid. En el plano simbólico pidió el reconocimiento de Cataluña como sujeto político que quiere simplemente vivir, crecer y relacionarse. Pero no puso el acento tanto en el sujeto de la oración, en el "yo" o en el "nosotros", como en el verbo; y el verbo era unir, no separar, tejer y no cortar. Si sabemos explicar eso al resto de España, no creo que al final haya problemas. Aunque, desde mi punto de vista, posiblemente eso no tenga que requerir forzosamente la reforma de la Constitución, proceso que inevitablemente creará demasiado ruido y exigirá esfuerzos y energías que pueden ser empleados en mejores usos.

En el plano material, las demandas de más competencias y mayor capacidad financiera son razonables y serán entendidas. Los motivos son claros: el modelo de estado surgido de la Constitución de 1979 trasladó a las autonomías unos gastos determinados y unos recursos para financiarlos. Pero el paso del tiempo y las transformaciones económicas y sociales que han ocurrido durante este cuarto de siglo transcurrido han hecho que algunos de esos gastos sean más dinámicos que los ingresos. Eso es lo que sucede con la educación, la salud o la vivienda, cuyos crecimientos se han visto impulsados tanto por el aumento de la esperanza de vida como por la creciente inmigración, más intensa en Cataluña que en otros territorios. Para defender la sensatez de esta demanda no hace falta manejar el argumento hiriente del expolio de Cataluña por el resto de España. Sencillamente, con lograr que todos los españoles paguemos en función de la renta y recibamos en función del número de personas que residan en cada comunidad, las balanzas fiscales se irán reequilibrando. Hay, sin duda, otras fórmulas, pero ésta tiene la ventaja de su simplicidad y capacidad de convicción. Es el café para todos.

Sólo haciendo una España que valga para todos podrá Cataluña ser ella misma. El País Vasco no vale como ejemplo, porque dentro del estado autonómico esa es la excepción que todo modelo se puede permitir, especialmente porque son pocos. Pero Cataluña no es excepción, sino regla. Es decir, todo, o casi todo, lo que quiera y consiga en el terreno de las competencias y los recursos tarde o temprano ha de extenderse al resto de autonomías que lo reclamen. Esto no debería ser visto como un abuso sino como un reconocimiento a su papel de liderazgo dentro de la España contemporánea. Cataluña debe buscar la diferencia no en los privilegios, sino en saber utilizar de forma más eficiente las competencias y recursos que están a disposición de todos.

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