Consideraciones sobre el arte
Los dos entrenadores de aquella final de Wembley, Johan Cruyff y Vujadin Boskov, están retirados. Varios jugadores, como Mancini, Koeman y Stoichkov, se han convertido en entrenadores de cierto prestigio. Sólo un protagonista de aquella final de 1992 entre Sampdoria y Barcelona sigue haciendo lo que hacía entonces, y haciéndolo muy bien. Gianluca Pagliuca, 38 años, en la actualidad portero del Bolonia, detuvo ayer todos los balones parables y un par de imparables y arruinó la tarde al Milan, y quizá la temporada. Pagliuca y sus compañeros vencieron 0-1 en San Siro y pusieron las cosas un poco más fáciles al Juventus, que ganó e incrementó hasta los ocho puntos su ventaja sobre el Milan.
A Pagliuca le quedan estas pequeñas satisfacciones. En materia de grandes disgustos puede considerarse un experto. Perdió la Copa de Europa de 1992 en la prórroga, por aquel disparo de Koeman que sigue alimentando los sueños más dulces del barcelonismo y agria los insomnios de los genoveses. Perdió en los penaltis, con la selección, la final del Mundial de 1994, contra Brasil. Y en el Mundial siguiente perdió de nuevo por penaltis un encuentro de cuartos de final contra Francia, la selección anfitriona que alzó finalmente el trofeo.
Con un poco más de suerte, Pagliuca podría haber pasado a la historia como uno de los mejores porteros de todos los tiempos. No le ayudaron ni sus clubes, Génova, Bolonia, Sampdoria, Inter y de nuevo Bolonia, sociedades con aspiraciones limitadas o, en el caso del Inter, excesivas, ni los recurrentes fracasos de la selección italiana, ni su propio carácter: la vida de Pagliuca apenas ofrece material de interés periodístico, es decir, carece de escándalos, tragedias, heroicidades y romances sonados. Pagliuca es, simplemente, un tipo que trabaja de portero y ha mantenido durante dos décadas la categoría de maestro en su oficio. En cierta forma, podría ser definido como un futbolista modélico.
Aquí, sin embargo, topamos con unas cuantas cuestiones complicadas. ¿Qué significa el fútbol? ¿Puede contener elementos comparables a los que definen una obra de arte? Y si fuera así, ¿cuáles son los méritos que distinguen la artesanía del arte?
Simplifiquemos: mientras Pagliuca exhibía su oficio en San Siro, un puñado de niñatos caprichosos, propensos a las rabietas violentas y a los gestos antideportivos, fabricaban arte en el Olímpico de Roma. Totti, Cassano, Montella, De Rossi y Mancini dieron patadas y empujones, simularon faltas, provocaron al contrario, discutieron con el árbitro y, entre tanto, jugaron 45 minutos maravillosos. El Roma perdía 0-2 en el descanso. Acabó ganando 3-2 al Messina gracias a un fútbol de trazos fulgurantes que parecían carecer de sentido vistos uno a uno y, en conjunto, poseían toda la expresividad que se puede extraer a un balón golpeado con el pie.
Las jugadas de Totti y Cassano en el área son como los animales que dibujaba Picasso, o como las maderas pintadas de Brancusi. Tienen todos los atributos de la realidad y uno más, misterioso, que las eleva por encima de lo real. Son cosas que no se pueden describir y que hay que ver.
Pagliuca será siempre un ejemplo para los futbolistas jóvenes. Fabio Capello, cuando entrenaba al Roma, intentaba que los jóvenes se apartaran de Totti y Cassano porque su comportamiento nunca fue un buen ejemplo para nadie. Pagliuca cumple siempre con solvencia. El dúo romanista, en cambio, tiene jornadas infames.
Pagliuca y el Bolonia ganaron en Milán, se alejaron de la cola y decidieron quizá la temporada: hicieron grandes titulares para los anuarios. Totti y Cassano sólo se llevaron tres puntos predecibles frente al Messina y dejaron un rastro de magia sobre la hierba. Pagliuca hizo algo importante. Totti y Cassano hicieron algo esencial.
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