Caballeros seriamente enfermos
Gran Parsifal, en el Liceo de Barcelona. En esta obra, el reparto no perdona. O es de primera calidad o los descosidos acaban siempre por ganar la partida, a veces hasta la hilaridad, nada conveniente tratándose de un "festival sagrado", que no de una ópera al uso. Pues bien, hay reparto en el Liceo, vaya si lo hay. Del máximo nivel, sin regateos: el Parsifal de Plácido Domingo, a sus 64 años, es un festival, más que sagrado, de compromiso profesional, de pasión, de aquilatada experiencia para proceder a una evolución milimétrica del personaje, desde el joven berzotas del comienzo al sereno redentor de la Humanidad del final. Dice bien Plácido cuando subraya la imposibilidad ontológica del sujeto en cuestión: un joven no puede incorporarlo, so pena de colocar en serio peligro de muerte su entera carrera de tenor dramático. Asunto que por otra parte nunca ha estado en el horizonte de preocupaciones del tenor español: desde la década de 1970, el instinto para seleccionar los papeles en cada momento adquiere domensiones de leyenda.
Parsifal
De Richard Wagner. Intérpretes: Plácido Domingo, Violeta Urmana. Matti Salminen, Bo Skhovus, Serguéi Leifekus, Theo Adam. Orquesta Sinfónica y Coro del Liceo. Dirección escénica: Nikolaus Lehnhoff. Dirección musical: Sebastian Weigle. Liceo, Barcelona, 28 de enero.
Este comentarista tuvo el privilegio de conocer casi el alumbramiento del Parsifal de Plácido (lo había incorporado al repertorio un año antes) en la apertura de la temporada de La Scala 1991-1992 y luego de reencontrarse con él en Salzburgo, en verano de 1998. Está pues facultado para diagnosticar que el Parsifal de Plácido envejece de maravillas: si el brío inicial puede haber menguado un punto -que no es seguro: vaya juego de piernas, el maldito-, la sabiduría e intensidad de la parte conclusiva salen ciertamente ganando. Y si encima le pones al lado a Violeta Urmana (Kundry), ganadora del Viñas de 1992 y ya consolidada como gran mezzosoprano en Bayreuth; al impecable Matti Salminen (Gurnemanz), un lujazo donde los haya; al experimentado Bo Skovhus (Amfortas); al correcto Serguéi Leiferkus (Klingsor) y a la voz de ultratumba de Theo Adeam (Titurel), el experimento tiene muchos puntos de cerrase con éxito clamoroso. Que es lo que ocurrió la noche del viernes: largos apalusos para toda la compañía, sin olvidar la excelente dirección de Sebastian Weigle, titular de la formación liceísta: dirección tersa y a la vez contenida. La apopteosis del tercer acto tuvo más de austera reflexión calvinista que de atea explosión romántica.
Parsifal explica la curación del severamente enfermo Amfortas, que pecó en su día y ahora arrastra unas lesiones que sólo la lanza mágica puede sanar, ni más ni menos que la lanza que hirió a Cristo en el costado. Como ven, un galimatías que ni la propia Iglesia católica sabría ahora mismo dilucidar, enfrascada como anda en discusiones profilácticas sobre el trasvase del Ebro; pero el de Amfortas es también un grito a no dejarse vencer, medie radioterapia, transplante, rehabilitación o extraños ungüentos llegados de Persia para aplicar a las heridas. La versión escénica de Nikolaus Lehnhoff siente la necesidad de matar al enfermo, en lugar de contribuir a su pronto restablecimiento. No haremos casus belli de esa muerte fuera de libreto, pero sí nos preguntaremos por qué una versión tan plausible en el primer y tercer acto sufre un bajón tan imperdonable en el segundo, en que el malvado Klingsor parece salido del Mikado y las niñas-flor de Disney-París. Misterio. En cualquier caso, el hormigón armado de una cantera al inicio y esa vía ferroviaria que en el tercer acto se adentra en una mina -imagen indisociable estos días de la línea que conducía al campo de Auschwitz- no son malos escenarios para la alocada redención por amor de los enfermos caballeros del Grial. El abucheo a la puesta en escena fue probablemente exagerado. Ocurre hoy que si no se patea algo es que no da la sensación de haber ido a la ópera.
Nota curiosa, a título de conclusión. Hay en esta producción una evidente asimilación iconográfica de los santos cruzados con los guerreros de Xi'an, de reciente paso por el Fórum 2004. Guardianes pétreos de la Volkgeist, el espíritu del pueblo. Adorno habría bendecido la estaticidad de la propuesta. Con su habitual tino crítico escribió que Parsifal "señala el momento histórico en que por vez primera el sonido, estratificado y fragmentado, se libera y se responsabiliza de sí mismo". Sonido para ver, como una gran vidriera polícroma Jugendstil. En Barcelona, con solo mirar la casa Batlló, nos hacemos cargo de esto. Esta ciudad, sabrán disculpar, estrenó Parsifal el 31 de diciembre de 1913, a medianoche, para alzarse con el prodigioso título de primera capital que representó la obra tras caducar los derechos exclusivos de Bayreuth. Una enfermedad estética que en los catalanes se ha hecho crónica. Y qué: convivir con la enfermedad después de todo no es mala cosa.
Babelia
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