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Columna
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Mesa de goma

Costumbre muy extendida entre los adultos de nuestra Comunidad es la de reunirse para almorzar, con premeditada periodicidad, que tiene escasos puntos de contacto con las tertulias habituales. Suelen ser comidas de antiguos compañeros de colegio, de la Universidad, de profesión, incluso para mantener el frágil lazo que les concentró en la ya extinta "mili". También las hay confesionales, deportivas, sociales, desde los "lyons" a los "rotarios", similares a las cofradías o a los jubilados de cualquier actividad. Las más perdurables son las relacionadas con la actividad laboral, que tiene más prolongada convivencia.

Carecen del vínculo económico de la cuota en el Club, el Círculo o el Casino y la asistencia es libérrima. El lapso suele ser mensual, que va relajándose hasta la celebración de esa cena de hermandad que tiene lugar una vez al año. Por ejemplo, los periodistas de Madrid nos reunimos los 24 de Enero, festividad de San Francisco de Sales, nuestro Patrón y los que con mayor puntualidad y fijeza asistimos somos los más viejos por vernos las caras, por saludar, con el rescoldo de la nostalgia, a los que fueron nuestros compañeros en la remota Redacción de un periódico que hace tiempo desapareció. Palmeamos nuestros hombros y piropeamos al decrépito contemporáneo, contentos de sabernos vivos. Podría ser real la confidencia que aquél veterano le hizo a la esposa, al regresar al hogar: "He visto a Fulanito, y está tan achacoso y cambiado que no me ha reconocido".

Amplio capítulo donde caben las cachupinadas en las casas o restaurantes regionales, hasta las peñas futboleras fuera de temporada, las afinidades políticas o literarias, siempre referidas a la convocatoria ante unos manteles. Pueden darse en cualesquiera latitudes, aunque recuerdo con cierta melancolía una de singulares características, que ya funcionaba en Madrid cuando me incorporé a ella y hace más de diez años que se extinguió. La llamaban la mesa de goma, por la informalidad de su convocatoria y la liberalidad ilimitada conque todo el mundo era admitido.

Quien se sentía a disgusto, no volvía. Unas veces contábamos cuatro, otras, treinta y la periodicidad era mensual. Acudíamos al mismo restaurante, hasta que un quorum suficiente de quejas imponía la elección de otro, asunto no fácil a causa de una de sus singularidades, difícil de atender por los restauradores, pero que tenía importantes ventajas: cada comensal pagaba lo que hubiera consumido y ello suponía hacer una facturita independiente. Nada de pagar a medias, que agravia al parco y comedido, favoreciendo al glotón o, simplemente, desaprensivo. Quien padeciera una economía deprimida podía pedir un caldo, un plato de huevos y un flan; el más afortunado escogía el aperitivo, la entrada, el solomillo, el postre, el café y también el cigarro puro. Un régimen ideal: cada uno según su gusto y sus posibilidades.

Eran puntos fundadores y habituales, gente tan dispar e interesante como Diaz Cañabate, escritor, Pepe Subirana, arquitecto, Carlos "Chanquete" Stuyck, industrial, Andrés Fagalde, editor; Carlos San Miguel, arquitecto, también, Alfonso Sánchez, Luis Calvo, yo mismo, periodistas. Había boticarios, libreros, notarios, médicos, militares, terratenientes, banqueros, comerciantes; hasta rentistas, ocupación hoy desconocida o sumergida. Todos cabían en la mesa de goma y ni siquiera era imprescindible ser conocido de más de uno. Como suele ocurrir se hablaba solo con los comensales que nos flanqueaban y rara vez la mayoría escuchaba una sola voz. La itinerante mesa de goma lo mismo probaba en un figón que en Club de Campo, ateniéndose siempre a la norma de que cada palo aguantase su vela y la minuta a escote, asunto personal e intrasferible.

Creo que era la más democrática expresión de compañerismo, donde nadie se sacrificaba ni se privaba. Respiro por la herida, pues me he visto arrastrado a almuerzos, donde amigos y conocidos, sin previo conocimiento por mi parte, celebran ágapes en restaurantes que nada tiene de económicos. Son gente liberal y generosa, tanto que invitaron a unas cuantas señoras, amigas de todos y cada uno de ellos, desde hace años, a aquellas orgías de marisco. Sin habérmelo propuesto, tuve que abonar mi parte y la correspondiente a un par de aquellas divertidas damas pues, al final, se dividió equitativamente la factura entre los varones. No hubo una sola protesta femenina por tan evidente discriminación.

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