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La Constitución y el fin de la Europa social

A principios del siglo XIX el canciller austriaco Von Metternich había propuesto la necesidad de instaurar un Concierto Europeo supranacional, por encima de los intereses de cada Estado, como método de defensa común contra las revoluciones. Las diferencias entre el Viejo Orden y el Nuevo que se iba asentando, lo impedirían en la práctica.

Fuera de ello, la idea de una Europa Común ya en el siglo XX en realidad no es europea sino estadounidense. La estrategia de Washington tras la Segunda Guerra Mundial para asegurarse su dominio del mundo capitalista, estuvo basada en la apertura de los mercados europeos a su capital. Algo en lo que se empeñó muy especialmente y obtuvo en la Alemania vencida, a la que impuso la total apertura de su economía a los productos norteamericanos y a su inversión externa directa. Después presionó para una integración de la Europa occidental a través de tratados que garantizasen la apertura de la economía de cada país a los productos de los demás. De esta forma, desde su base alemana, los capitales industriales norteamericanos tendrían a su alcance la totalidad de mercados de Europa Occidental.

Durante cerca de 30 años EE UU lideró indiscutiblemente el espacio político y económico unificado en que había convertido al hasta entonces conjunto disperso de potencias capitalistas. Sin embargo, a partir de los años 70 del siglo XX, EE UU, tras inventarse la "globalización", inicia la carrera hacia el liderazgo mundial, rompiendo las reglas del juego con sus antiguos "socios". Es por ello que Europa se ve forzada a buscar su reacomodo ante la falta de reglas y el uso de la fuerza militar a conveniencia que presidirán la nueva dinámica hegemónica norteamericana tras la caída del Este.

A falta de un proyecto político colectivo digno de tal nombre, la Europa occidental busca su espacio bajo el sol mediante el lanzamiento de su propia patente: la "globalización con derechos", con la que pretendía atraerse también a las élites de las sociedades periféricas. Mientras tanto, paradójicamente, las clases dominantes europeas han ido dando los pasos pertinentes para aproximarse al modelo capitalista norteamericano (estrella de lo que se ha conocido como "capitalismo salvaje"). Desde el Tratado de Maastricht de 1992 a la Cumbre de Lisboa de 2001 el rosario de cumbres y acuerdos o tratados que salpican esos 10 años responde a un cuidadoso plan de desregulación de los mercados de trabajo, de liberalización económica y de ruptura unilateral, en suma, de los pactos de clase que habían mantenido el equilibrio en la larga posguerra europea.

España muestra algunos datos reveladores de lo que significa la Europa salida de Maastricht. Desde el Decretazo del PSOE de 1992 hasta el del PP de 2002, se lleva a cabo una profunda contrarreforma laboral en perjuicio de la población trabajadora, que desgraciadamente llevó a menudo la firma de los dos principales sindicatos. Los resultados de todo ello son también bastante indicativos: si en 1977 las rentas del trabajo en España ascendían al 55,1% del PIB, en 2002 apenas llegaban al 40% del mismo (lo que supone un trasvase de rentas de más de 7 billones de pesetas para el gran capital). Mientras para la población trabajadora aumentaba la precariedad (en 1996, por ejemplo, el 96% de los contratos laborales que se hicieron fueron temporales), para los grandes bancos lo que aumentaba sin fin era el beneficio, del orden de un 35% anual. Por su parte las empresas públicas son vendidas al mejor postor, como hoy mismo el servicio de ferrocarriles.

Procesos semejantes, aunque con diferente grado de dramatismo se repiten en el conjunto de países de la UE, con las parciales salvedades de Francia y sobre todo de Alemania, último bastión del núcleo de la antigua socialdemocracia europea gestadora principal del mito de la Europa Social y el capitalismo con rostro humano.

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Pues bien, con la Constitución Europea lo que se pretende es precisamente eso: la constitucionalización de todos aquellos tratados ultraliberales llevados a cabo por las élites de poder europeo, que regaron la década de los 90 y lo que llevamos del siglo XXI. Esto es, se pretende dar carta de legitimidad al proceso de entrada de Europa en el capitalismo salvaje, erigiéndose la Constitución en instrumento privilegiado de apoyo mutuo entre los Estados, de manera que siempre puedan escudarse unos en otros y todos en la Constitución.

Rodríguez Zapatero, desde el envalentonamiento de su reciente victoria electoral, y de la simpatía que provocó la vuelta a casa de las tropas de Irak (a cambio de las enviadas a Afganistán y Haití), quiere que seamos los primeros. Quiere que votemos sí a una Constitución que se ha redactado por un reducidísimo grupo de representantes de los poderes fácticos europeos, sin que ningún mandato ciudadano haya obrado por medio, ni los Parlamentos estatales ni la ciudadanía hayan podido enmendar ni una sola coma, viéndose por tanto obligados a votar la totalidad del texto según se les presenta. Una Constitución blindada, que exige la unanimidad de las partes para ser modificada en los aspectos sustanciales, que impone un modelo económico a imagen del capitalismo estadounidense, modelo al que supedita todo lo demás, incluidas las libertades políticas y civiles, amén de cualquier consideración ecológica. Una Constitución que sustituye los derechos históricos por declaraciones de buenas intenciones, y que está notoriamente por debajo de los derechos que ya recogen las diferentes constituciones estatales; que transforma los servicios públicos en servicios de interés general que pueden encomendarse a las empresas privadas, que sustituye el derecho al trabajo y los derechos del trabajo por el derecho de trabajar; que no sanciona el derecho a una vivienda digna, o a la protección eficaz frente al desempleo, la vejez o la viudedad. No reconoce la ciudadanía a la población inmigrada, pero sí institucionaliza una Agencia Europea de Armamento, Investigación y Capacidades Militares paralela a su aprobación de la guerra preventiva.

Todos los medios institucionales, los poderes empresariales, las instancias financieras, las izquierdas reconvertidas y los partidos fuertes del país han comenzado ya su particular bombardeo mediático por el sí a la Constitución Europea. No es de extrañar. La demagogia principal, que se agravará de ahora en adelante, recuerda mucho a la del referéndum sobre la OTAN de los años 80, enlazada sobre tres máximas principales: 1/ fuera de la Constitución no hay nada; 2/ o se vota a la Constitución o la serie de males que caerán sobre nuestras cabezas será inimaginable; 3/ quien no está con esta Constitución está contra Europa.

Hay una clara ilegalidad en financiar campañas con dinero de todos, incluso de quienes votaremos que no, para promover una determinada opción en un referéndum. Hay al menos una clara ilegitimidad en no dar espacios mediáticos proporcionales a la opción contraria, que por cierto se halla organizada en numerosas plataformas y unida en torno a una Coordinadora Estatal por el No a la Constitución.

Al conjunto de los ciudadanos habría que decirles que votar no a esta Constitución es votar precisamente a favor de Europa, de una Europa social. Pero en cualquier caso, queridos conciudadanos, nunca firmen un contrato (constitucional en este caso) sin haber leído antes la letra.

Andrés Piqueras es profesor de Sociología en la Universidad Jaume I de Castellón

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