Amos
Un hogar es un lugar cerrado en el que puede pasar todo, también las cosas más sombrías. El juez de menores de Granada ha contado ahora algo de lo que suele ver en su trabajo, y la verdad es que no se entiende que cosas como las que él cuenta ocupen en las conversaciones menos tiempo que tantas otras banalidades. Dice este juez que el año pasado tuvo que intervenir en unos 80 casos de violencia de todo tipo (malos tratos físicos y psíquicos, chantajes y coacciones) ejercida por menores de 15 o 16 años sobre sus padres y hermanos, casi siempre en familias de clase media o media alta, en hogares en los que el menor logra imponer su voluntad en un verdadero régimen de terror. Imagino que esos 80 casos que han llegado hasta el juez son sólo la parte que emerge de un fenómeno más común y que en el tejido social deben estar ocurriendo infinidad de tragedias de ese orden, con sus trámites de dolor y pudrimiento infinito. Lo que un juez puede hacer en estos casos tendrá siempre la limitación de venir después de que ocurra algo tan grave -y es fácil que tan irreparable- como para hacer que el problema salga del ámbito familiar.
Intento imaginar, para comprender lo que ocurre en ella, la escena de esa violencia, y veo la casa ocupada por la furia sin sentido de un aprendiz de amo, y también por una perplejidad absoluta: nadie entiende nada, y menos que nadie el menor. Se vive una inmediatez que carece de horizonte: poder en acto (lo quiero todo aquí y ahora), poder confundido con violencia, aprendido en alguna parte, en la casa y fuera de ella, de todos. La independencia hipertrofiada, convertida en asco de la necesidad del otro, al que por eso hay que humillar, doblegar. Todo resulta cercano al destino de poseer, usar y abusar de lo propio, lo mío y sólo mío, más mío si puedo destruirlo: el amo, en fin, que se complace ensuciando lo ajeno, lo común (las calles, las noches, el sueño de los otros). Y eso significa que en algún momento se ha producido un error catastrófico: la tribu que ha educado a ese hijo ha criado un amo, no a un hijo.
Fresas salvajes, la película de Ingmar Bergman, cuenta un día en la vida de un anciano profesor que va a recibir un gran honor por los méritos de toda su vida. Viaja en coche hasta la ciudad de su Universidad, y en el trayecto visita los lugares y las personas de su vida: entra en sus recuerdos y asiste, en compañía de sí mismo cuando era un niño, a las mismas escenas familiares. Y conforme el presentimiento de la cercanía del final va tomando más fuerza, la búsqueda del anciano profesor es más precisa, sabe ya muy bien qué es lo que quiere, lo único que quiere: ver la escena arcaica de sus padres en un día de verano junto al mar, cuando ellos eran jóvenes vivos y él un niño recién nacido.
Nunca se es más hijo que al final, después del fragor y la fatiga de la independencia y la autosuficiencia: al final, en ese umbral que habíamos imaginado y temido como el de una soledad definitiva, están ellos. Los padres estaban allí antes que nosotros, al principio y al final. ¿Cómo se enseña esto? ¿Cómo es una independencia sin orgullo ni víctimas, sin amos?
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