"No hay que excluir a nadie a la hora de negociar"
Como líder de una organización cuyos principales aliados han sido los terroristas más sanguinarios de Europa occidental, Gerry Adams ha tenido sus enemigos y detractores. También es cierto que en Irlanda del Norte, ninguna otra persona ha estado más entregada a la tarea de alcanzar la paz mediante el diálogo. El presidente del Sinn Fein, estrecho aliado del IRA, puede presumir de haber obtenido enorme éxito en una misión que al final contó con el apoyo de todos los actores de un drama con más de 3.000 muertes violentas a lo largo de tres décadas y media.
Adams ha escrito Memorias políticas. El largo camino de Irlanda hacia la paz, publicado por Aguilar esta semana, en el que narra las etapas fundamentales de 12 años de diálogo que comenzaron con conversaciones secretas con su rival político, John Hume, y culminaron con el Acuerdo de Viernes Santo de 1998. Más que un libro de historia, se trata de un manual para todos los interesados en extraer enseñanzas de la evolución de Irlanda del conflicto a la paz, de la política de la guerra a la política de la persuasión.
"Hemos tenido el desarrollo de una política de la fuerza física que es progresista, pero que para hacer política se apoya en un brazo armado en vez de en la masa popular"
¿Es posible imaginar el retorno a la violencia? "No hay que dar nada por descontado. El atentado de la bomba de Omagh sucedió cuando menos lo esperábamos"
"Todavía hay discriminación. Hay más desempleo entre los católicos. Irlanda sigue dividida, sigue vigente una legislación represiva. Nadie lo diría al ver el espíritu de nuestra gente"
Pregunta. ¿Era necesaria la violencia? ¿Habríamos llegado a donde estamos ahora en Irlanda del Norte si nunca hubiera existido lo que usted llama lucha armada y otros llaman terrorismo?
Respuesta. Creo que no, pero es imposible saberlo. Tengo que decir que, durante mucho tiempo, me abrumó enormemente que se tardara tanto en llegar a esta situación. Cuando estaba escribiendo este libro, me sorprendió ver que mis conversaciones con John Hume, esa parte inicial del proceso de paz, se prolongaron durante diez años. Por eso me inquietó pensar si se hubiera podido lograr antes.
P. ¿Le inquietó por todo el sufrimiento provocado mientras tanto?
R. Sí. Pero luego llegué a la conclusión de que así es la vida. Cada cosa tiene su momento.
P. Hay un instante en el que la situación está madura para el cambio, y no se puede producir ni antes ni se debe producir después...
R. Exacto. Pero el truco es no desperdiciar la oportunidad cuando surge. Cuando coinciden un Tony Blair, y yo y Martin McGuinness [dirigente del Sinn Fein], y toda nuestra dirección, y un Albert Reynolds [ex primer ministro de Irlanda] y un Bill Clinton: era necesario todo eso. Y eran necesarias las lecciones de la caída de la Unión Soviética y la experiencia surafricana. Es decir, ¿podría haberse logrado sin la violencia? La verdad es que si en 1967, 1968 o 1969 nos hubiéramos comportado como nuestros padres y nuestros abuelos -y no estoy criticándoles-, creo que todavía estaríamos en la misma situación que ellos.
P. En su libro menciona repetidamente el ejemplo de Suráfrica y expresa su profunda admiración por lo que hicieron Mandela y el Congreso Nacional Africano (ANC) para hacer realidad el cambio. Pero el ANC recurrió muy pocas veces a la violencia. Su método no era tanto la lucha armada como, en palabras de uno de sus dirigentes militares, "la propaganda armada"...
R. El gran problema de la tradición revolucionaria irlandesa ha sido la fuerza de la tendencia militarista. La virtud del ANC es que muchos de sus activistas se educaron en la teoría y la práctica de una lucha revolucionaria en la que la lucha armada es fundamentalmente propaganda armada. Aquí, sin embargo, debido al carácter militar de la situación, hemos tenido el desarrollo de una política de la fuerza física que es progresista, pero que para hacer política se apoya en un brazo armado en vez de en la masa popular. Ése es el gran desafío histórico al que se enfrentan los pensadores y activistas más serios de nuestro bando. En mi opinión, si hemos conseguido algo, es, en cierto modo, dar la vuelta a la situación, que ahora tenemos algo parecido a un movimiento de masas. Existe un movimiento de masas a favor de la paz en esta isla.
P. ¿Es posible imaginar la vuelta a la violencia?
R. No hay que dar nada por descontado. El atentado de la bomba de Omagh sucedió cuando menos nos lo esperábamos.
P. ¿Acaso los atentados del 11 de septiembre en Nueva York y el 11 de marzo en Madrid, o incluso el de Omagh, no tuvieron un efecto aleccionador? ¿No empujaron a nadie a pensar que esto es una locura?
R. Claro que sí. Ahora bien, durante las navidades ha habido incursiones en estos distritos, feroces luchas cuerpo a cuerpo. Ha habido bombas de gasolina lanzadas por lealistas [políticos protestantes] contra casas de católicos. El proceso puede fallar. No se ha abordado la raíz del problema. ¿Pero dónde está la voluntad popular? La voluntad popular quiere un acuerdo pacífico.
P. Las injusticias fundamentales que dieron origen a su lucha sí se han tratado en gran parte, ¿no? En 1970, como dice usted en su libro, de los 10.000 empleados en el mayor sector de Belfast, el de los astilleros, sólo 400 eran católicos. Ahora no existe una discriminación de ese calibre contra ellos...
R. Pero todavía hay discriminación. Sigue habiendo más desempleo entre los católicos. Irlanda sigue dividida, sigue vigente una legislación represiva. Claro que, por otro lado, nadie lo diría al ver el espíritu que tiene nuestra gente. Existe una gran confianza, una sensación de esperanza.
P. Para usted y, en general, para la gente del Sinn Fein y el IRA, ¿cuál fue el motor principal de su decisión de involucrarse, de escoger una vida en la que había grandes posibilidades de morir o matar? ¿Qué le impulso más en un principio, las injusticias palpables con las que se encuentran los católicos o el sueño nacionalista de expulsar a los británicos de Irlanda?
R. Creo que casi todos se involucraron como reacción ante alguna injusticia y después adquirieron un compromiso ideológico. Tal vez, cuando empezaron, tenían vagas ideas sobre una Irlanda unida o la autodeterminación, pero, por ejemplo, la mayoría de los [católicos] que conocimos en la cárcel se hallaban allí porque estaban hartos, porque las fuerzas de seguridad asaltaban sus casas o las de sus vecinos o porque habían insultado a su hermana o porque no podían obtener empleo por ser católicos. En la mayoría de los casos, el compromiso ideológico con el republicanismo surgió después.
P. El Sinn Fein ha tenido históricamente un vínculo con lo que se podría llamar republicanismo vasco. Si sigue los acontecimientos del País Vasco en los últimos días, ¿cómo le parece que debería evolucionar la situación allí?
R. Siempre me resisto a comentar sobre otras regiones y tardo en hacerlo. Pero estoy convencido de que el conflicto sólo puede resolverse verdaderamente si se alcanza un acuerdo mediante negociaciones. La idea de que se puede resolver un conflicto derrotando al otro bando no funciona cuando estamos hablando de la autodeterminación y otros asuntos de ese tipo. Por supuesto, en otra situación se puede vencer al adversario, pero en conflictos como el de ahora, el adversario no desaparece. Oriente Próximo es un ejemplo perfecto. El pueblo de Israel no va a desaparecer, ni tampoco el pueblo palestino. No va a ganar nadie, así que es preciso intentar resolver el conflicto mediante el diálogo. El Gobierno tiene una gran responsabilidad. John Major no quiso negociar con nosotros como era debido. Tony Blair, sí. En realidad, a los Gobiernos les resulta más fácil no emprender procesos de paz. Es mucho más fácil no hacerlo. Porque en la guerra hay certezas e intereses creados. Y uno puede envolverse en la bandera y lograr apoyos con la disculpa de los intereses patrióticos. Tener un enemigo -un hombre del saco- tiene su utilidad política.
P. Nelson Mandela fue en su momento el hombre del saco para los blancos en Suráfrica. En el libro, usted dice que Mandela es su héroe, y lo que hicieron él y el ANC, su ejemplo. Dice que, cuando vio a Mandela que salía de la cárcel e iniciaba las conversaciones con el Gobierno del apartheid, miró, escuchó y aprendió. ¿Qué aprendió?
R. Mucho. Muchos principios. En primer lugar, que si queremos abordar el problema de la violencia o el terrorismo o la lucha armada, se llame como se llame, de una forma progresista, es preciso elaborar una alternativa. En general, los que participan sinceramente en esas acciones lo hacen porque no ven otra forma de avanzar. Si se les ofrece la oportunidad, la aprovecharán, si es que son personas u organizaciones serias. Un segundo principio es que no hay que excluir a nadie a la hora de negociar. Ni hay que intentar imponer con quién reunirse. Que cada organización escoja a sus representantes. Ya sabe, no se puede decir: "No pienso reunirme con Yasir Arafat". Que decidan ellos. No se puede decir al Partido Unionista Democrático
[la derecha protestante] que "no queremos reunirnos con Ian Paisley porque es un racista". Si es su líder, tenemos que hablar con él. Otro principio más es que, en la medida de lo posible, hay que poner todos los asuntos sobre la mesa y no llegar a ninguna conclusión por adelantado.
P. ¿Por qué es su héroe Mandela?
R. Es mi héroe porque creo que mostró una enorme magnanimidad. Es mi héroe porque, al tiempo que razonaba sus argumentos, siempre estuvo totalmente dedicado y entregado a sus objetivos. No es un liberal aguado. Es muy firme. Pero es firme con una inmensa elegancia. Vea un ejemplo de lo que he aprendido de él: muchos, en el Sinn Fein, opinan que somos demasiado blandos con los Gobiernos irlandés y británico, que tenemos que ser más agresivos con ellos. Yo no estoy de acuerdo y voy a explicar por qué. Una vez leí un discurso pronunciado por Mandela en una conferencia en la que los suyos le criticaron por adoptar una postura aparentemente demasiado blanda, por cómo había razonado el argumento. Y él respondió: "Si condeno a De Klerk
[entonces presidente de Suráfrica] como queréis que le condene, ¿para qué iba a negociar con él?". Si decimos que una persona es indigna y deshonesta, ¿por qué vamos a querer negociar con ella?
P. Otra cosa que decían los surafricanos es que era muy importante negociar con sus bases. En su libro habla de sus debates con el IRA, de cómo les convenció de que anunciaran un alto el fuego para contribuir al proceso de paz.
R. Sí. Ése es otro principio: el grupo de gente con el que es más difícil tratar durante un proceso de negociación es la base propia, los tuyos. Creo que ocurre con todos, tanto con los Gobiernos como con otros grupos políticos. Existen dos grupos en cada lado, el de uno mismo y el de todos los demás, con los que hay que tratar: uno, la base activista, que puede consistir en un policía, un soldado, un agente de seguridad, un funcionario del Partido Unionista, un funcionario del Gobierno. En nuestro caso eran las personas que se habían entregado a la causa, que habían recibido disparos o heridas, que habían visto sus vidas trastocadas. Lo hicieron voluntariamente, pero, precisamente por su compromiso, exigen más de las negociaciones y tienen una dimensión más ideológica. El segundo grupo, aparte de éste, es una base más amplia de personas que están de acuerdo con los objetivos de los activistas, pero de forma mucho más pasiva. Por eso, curiosamente, cuando se emprenden o se proyectan ciertas iniciativas, los activistas más próximos pueden acabar completamente furiosos y, sin embargo, los partidarios corrientes quedan satisfechos. Pero lo importante es que si no se mantiene a los activistas -de todos los bandos- implicados en el proceso, éste sale perjudicado.
P. Entonces, cada vez que habla con el Gobierno británico o los unionistas, ¿tiene que consultar con su gente?
R. Vea un ejemplo. Cuando nuestra última ronda de negociaciones fracasó, antes de Navidad, mucha gente nuestra se quejó de que, en vez de ir a hablar con los Gobiernos británico e irlandés, Martin McGuinness y yo teníamos que haber vuelto a las bases. Uno siempre se encuentra, dentro de su propia gente, con personas que no están de acuerdo, pero lo importante es que entiendan que se respetan sus opiniones. Deben saber que son tan importantes como todos los demás, y si tienen esa sensación, las cosas resultan mucho más fáciles.
P. Sin embargo, al mismo tiempo, usted entabló negociaciones secretas con el Gobierno de John Major hace 12 años. En el libro habla mucho de sus reuniones clandestinas con los británicos. ¿Qué importancia tiene, en una negociación de este tipo, contar con esos canales secretos de comunicación? ¿Es indispensable?
R. El contacto es esencial. Es muy posible que la situación de Oriente Próximo empeorase porque no había contacto. Así que me parece muy importante. No es posible, en ninguna circunstancia, pretender llegar a un acuerdo con otros si no se habla con ellos. ¿Los cauces secretos son la mejor forma de hacerlo? Por supuesto que no. Ahora bien, dadas las circunstancias, fue lo más acertado. Tuvimos que decidir si aceptábamos tener un contacto con los espías británicos. Fue una decisión difícil, llena de riesgos. ¿Pero se puede uno permitir prescindir de ese contacto? No, si es que quiere llegar a un acuerdo. Me atrevería a recomendar firmemente -si es que puedo hacerlo sin herir la sensibilidad de nadie-, tanto al Gobierno español como a otros, que emprendan el diálogo, por grandes que sean las dificultades. Lo recomiendo enérgicamente. Enérgicamente. Porque no veo otra manera de resolver esos aspectos.
P. Cuando hablaba con sus adversarios, primero con Hume y luego con Blair, una cosa que deja clara en su libro es la importancia de la química personal. Con Blair conectó desde el primer momento, pero con el líder unionista David Trimble, con quien tantas dificultades tuvo, no había ninguna química. Él siempre se negaba a darle la mano...
R. Ante todo, creo que debería decir que incluso con el partido de Trimble hemos llegado a un punto en el que la gente se respeta mutuamente o, al menos, valora en cierta medida al otro...
P. ¿Como seres humanos?
R. Sí. Y lo que hemos progresado se vio claramente en las conversaciones que mantuvimos hace año y medio. Había un montón de discusiones airadas, pero al acabar, todos íbamos juntos a tomar café. Y luego volvíamos y reanudábamos la discusión donde la habíamos dejado. Es evidente que a uno no tiene por qué caerle verdaderamente bien su adversario, no necesita llevarse bien socialmente, pero sí es preciso conservar esa relación de trabajo y tener la sensación que, a mi juicio, anhela todo el mundo, que es la de que su dignidad está a salvo. Si no, acaban surgiendo toda clase de complicaciones innecesarias. Ya se sabe que David Trimble se negó a darme la mano. Pero así creó un dilema que nos afectó a ambos. Después de negarse a darme la mano la primera vez, ¿cómo iba a colocarse en una situación en la que sí me la diera? Y mi problema era que no quería ponerle en una posición embarazosa porque tenía que tratar con él, así que no iba a entrar en cada reunión y decirle "venga, déme la mano". La solución fue que mantuvimos varias conversaciones privadas, cara a cara, y entonces le dije que ya era hora de que nos diéramos la mano, y él estuvo de acuerdo.
P. ¿Cuándo se produjo este histórico acontecimiento?
R. En el verano de 2003 nos dimos la mano. No había nadie más. Si usted lo publica, a lo mejor él me contradice, pero creo que se sintió aliviado. En resumen, las relaciones personales son enormemente importantes. Tengo que citar de nuevo la situación surafricana: llegó un momento en el que el ANC se retiró de las conversaciones y recurrió a las manifestaciones y las movilizaciones masivas mientras que, al mismo tiempo, el principal negociador del partido, Cyril Ramaphosa, llamaba por teléfono al negociador del Gobierno, Roelf Meyer, y le dijo que quería hablar con él. Y hablaron, porque su relación personal era de confianza.
P. ¿El mero hecho de verse cara a cara rompe el hielo?
R. Un factor que actuó tanto a nuestro favor como en nuestra contra fue precisamente que estábamos muy demonizados. Y claro, ir a reunirse con un grupo de pastores protestantes, como hicimos en las primeras etapas del proceso, sentarse con ellos a tomar té y pastas, dieron un carácter más humano al hecho, y la gente se quedó agradablemente sorprendida de ver que no éramos los demonios que habían dicho. A partir de ahí pudimos avanzar.
P. Cuando considera las casi dos décadas que lleva dedicado al dificilísimo esfuerzo de paz en Irlanda, desde aquellas primeras reuniones secretas con Hume, ¿a qué conclusiones ha llegado sobre la naturaleza humana? ¿Es más o menos optimista?
R. Optimista, sin ninguna duda. Estoy convencido de que la gran mayoría de la gente no quiere explotar a nadie. Estoy convencido de que la gran mayoría de la gente quiere hacer el bien. Estoy convencido de que los individuos tienen una enorme capacidad para cambiar las cosas. Creo que el secreto de una buena dirección política es crear una política que dé poder a la gente, que le dé una sensación de control, de dignidad y respeto, y eso lo veo todo el tiempo... Cuando en 1998 mi sobrino político Terry Enright fue asesinado, justo antes del acuerdo del Viernes Santo, hubo dos dirigentes lealistas que preguntaron si podían venir al funeral. No pudieron, porque había demasiadas emociones de por medio. A Terry le habían matado unos lealistas. Pero el hecho de que la familia se enterase de su gesto fue importante, un símbolo -pese a la terrible tristeza que lo envolvía todo- del camino que habíamos recorrido.
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