La unidad de España
Los últimos acontecimientos políticos han puesto sobre el tapete -y con carácter urgente- el tema de la unidad de España. Es algo que se reitera en el tiempo y que se suele utilizar como arma arrojadiza por las diferentes tendencias políticas, ya sean los partidos políticos propiamente dichos u organismos y asociaciones que se sienten vinculados a sus distintas posiciones. La cuestión es, pues, de por sí polémica, por eso mismo conviene enfriarla y examinarla con la debida imparcialidad. Nada mejor para ello que remitirnos al ámbito de la historia.
El carácter problemático de la cuestión en sí misma considerada, se pone al rojo vivo cuando se vincula -por otro lado, de modo casi inevitable- a la temática de la identidad española, con frecuencia entendida con el carácter monolítico e inamovible de la "España eterna". Desde luego, la primera exigencia sería tener claro el concepto de identidad, sobre el que reina tanta confusión. Y a este respecto, es fundamental dejar bien claro que el concepto de identidad es, por su propia naturaleza, de carácter múltiple: no hay identidades unívocas. Como seres humanos podemos ser perfectamente padres, hijos, hermanos, esposos, etcétera, sin que esas identidades múltiples estén reñidas entre sí; como ciudadanos podemos también ser vascos (catalanes, andaluces, etcétera) sin que eso nos impida sentirnos españoles, europeos, cosmopolitas o "ciudadanos del mundo". La identidad colectiva es siempre plural y poliédrica, y nada más lejos de la riqueza del ser humano en cuanto tal que considerarse exclusiva y monolíticamente una de esas cosas (un catalán, por ejemplo, que por serlo no puede ser español, ni europeo, sería algo ridículo).
El problema es que en España nunca hemos tenido una idea clara del concepto de nación
Las identidades de los pueblos no son eternas ni inamovibles; son múltiples y plurales
En el ejemplo puesto, es posible que el catalán en cuestión rechazase ser español, pero no rechazara ser europeo, y es que el problema viene de la identificación que con frecuencia se ha hecho de la identidad española con exclusividad inadmisible. "Ser español" es ser católico, castellano, centralista o hablar exclusivamente la lengua castellana; desde luego, esa concepción de la identidad como algo excluyente y unívoco es el origen del problema y resulta como tal, absolutamente rechazable.
El problema, desde el punto de vista histórico, tiene raíces más hondas, y es que en nuestro país no hemos tenido nunca una idea clara del concepto de "nación", una palabra que en los siglos clásicos se entendió habitualmente como "ser natural de...". Cuando, en la edad moderna, se le quiso dar una acepción política, de acuerdo con la fórmula generalmente admitida del "Estado-nación", España se llenó de antimaquiavelistas que rechazaban la "razón de Estado" como fundamento de dicha concepción, de modo que durante el periodo ocupado por la Casa de Austria los "reinos medievales" siguieron teniendo un solapado protagonismo. Sólo a la llegada de la Casa de Borbón se propuso -bajo el imperio del regalismo- introducir una concepción moderna de carácter centralista y homogeneizador al estilo de la monarquía francesa, pero el proyecto fracasó con los primeros vientos del romanticismo. Ni siquiera nuestra primera Constitución -la de 1812- aceptó la fórmula del Estado-nación. "La nación española es la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios", dice en su artículo 1º, y a la hora de establecer la ciudadanía distingue entre españoles peninsulares y españoles americanos, sin discriminación alguna entre ambos. Las Constituciones posteriores siempre se vieron abocadas a mantener posturas defensivas frente a las reivindicaciones regionalistas, ya tomaran la forma del carlismo, del republicanismo federal o de las distintas Renaixenças. Sólo cuando a principios del siglo XX -con la Ley de Jurisdicciones de 1905- el Ejército se hizo protagonista del patriotismo y de la unidad nacional pudo mantenerse por la fuerza la ficción. La Constitución de 1978 hizo muy bien en canalizar un movimiento ancestral de autonomía regional hacia el reconocimiento de las "nacionalidades" mediante el llamado Estado de las autonomías.
Era la forma de dar cabida a un hecho histórico incontrovertible. La Constitución que nos rige no hace sino enmarcar, dentro de la "indisoluble unidad" de un país con larga y gloriosa tradición, la realidad de una riqueza plural y diversa. La identidad española debe entenderse, pues, dentro de ese irrenunciable pluralismo. Es ese pluralismo el que nos ha hecho grandes y el que nos ha permitido dar a luz una pluralidad de pueblos y naciones vinculadas por la misma lengua y a la misma escala de valores. España ha sido grande, porque ha sido plural, y eso es lo que constituye nuestra auténtica riqueza. Nadie más acertado que el gran historiador Rafael Altamira cuando a principios del siglo XX habló de la "civilización española". Muy pocos pueblos pueden estar orgullosos de haber dado pie al surgimiento de una civilización. Sin embargo, España puede hacerlo; no pongamos cortapisas a la realidad, ni instalemos puertas en el campo, que sería una forma de cercenar nuestra grandeza.
Este breve recuerdo de lo que ha sido la historia española debe inspirar nuestra acción en el futuro. Tenemos una Constitución que garantiza la unidad y éste debe ser el principio que inspire nuestras decisiones. Me dirijo a todos los que ahora tienen el protagonismo político de la situación invitándoles a la reflexión. No rompamos el marco constitucional que admite un ámbito de autonomía muy grande, pero tampoco lo reduzcamos ni empequeñezcamos por tradiciones históricas de una "España eterna" que han sido nefastas. Las identidades de los pueblos no son "eternas" ni inamovibles; son múltiples y plurales, además de estar sujetas al devenir irreversible de los tiempos. Seamos fieles a esa civilización española de la que hablaba antes y por la que nos podemos sentir orgullosos.
José Luis Abellán es presidente del Ateneo de Madrid.
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