Ortografía
Para hacer comprender al resto de la humanidad que se encontraba delante de un genio, un remoto amigo mío había decidido renunciar a la tutela de la ortografía y violaba con vehementes razones la diferencia de ce y zeta en el idioma español. Así que en sus poemas, que hablaban de encuentros imposibles entre amantes que bebían mucho café, aparecían árboles llamados zerezos, y los paseantes contemplaban el zielo en busca de esa esperanza tan necesaria en los momentos de flaqueza. Mi amigo podía ser mal poeta, pero no era ciego ni tonto: había aprendido a atentar contra las palabras nada menos que de un Premio Nobel, andaluz además, que análogamente consideraba ociosa la abundancia en nuestra lengua de signos alternativos para designar el mismo sonido, una velar sorda. El libro de Juan Ramón Jiménez que más deambula por las escuelas sigue llamándose Antolojía Poética y confunde todavía la enmarañada versión del castellano que practican algunos alumnos. La anarquía en terreno de letras constituye una tendencia política que muchos escritores han abrazado con apego. Hace años, conocí en Oviedo al poeta en lengua portuguesa Walter Hugo Mãe, que presumía de no escribir jamás una mayúscula: un poeta democrático, decía, no puede permitir ese residuo lamentable del sistema de clases y debe tratar a todos los sustantivos de la misma manera. El mismo argumento bolchevique era el que invocaba otro Premio Nobel en una famosa polémica sobre normas de escritura que incendió los periódicos hará ya una década: no pocos profesores de Lengua se llevaron las manos a las sienes cuando oyeron reconocer a García Márquez que le traía al fresco sustituir la be por la uve y que delegaba toda esa fastidiosa tarea en su corrector, que sin duda debía de ser hombre paciente. Los motivos que Gabo aducía para tan contestatario proceder casaban bien con un amigo personal de Fidel Castro: pretendía terminar con la dictadura de las Reales Academias, que son en última instancia las que hacen sufrir a los estudiantes.
A mí, por demás, siempre me ha parecido que uno puede ser todo lo revolucionario que quiera siempre y cuando respete la hora de la siesta y la ortografía. Hay un poco de demagogia tonta y un mucho de cerrazón bestial en comparar las leyes autoritarias de una tiranía con las normas de la escritura correcta, que nos hacen entendernos de casa en casa y de bolígrafo en papel. Las reglas son necesarias para la convivencia, para el juego: quien no se avenga a desplazar el caballo en ángulo recto sobre un tablero de ajedrez mal podrá competir contra sus colegas, y tendrá que amustiarse en un sillón mientras los demás se divierten. Wittgenstein enunció que también el lenguaje es un juego, y que sus normas y preceptos no difieren esencialmente de las que obedecen los jugadores de naipes o los baloncestistas. Por eso, creo que la persona de buena ortografía supone un ejemplo de ética y de honor tan precioso como el atleta que renuncia al dopaje o el futbolista que respeta los tobillos del adversario: todos ellos juegan limpio. Por eso la joven malagueña Rosana Aragón, que acaba de proclamarse campeona hispanoamericana de Ortografía con 17 años, merece la admiración no sólo de los profesores de Lengua y Literatura, sino también de los de Ética y Moral, entre los que modestamente me cuento.
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