Fascistas
Las gradas de los estadios italianos abundan en símbolos fascistas. Los cánticos racistas y las pancartas antijudías no son ninguna novedad. Hasta ahora, sin embargo, no se había conseguido trasladar el espíritu fascista al terreno de juego. El primero en lograrlo, con éxito rotundo, fue Paolo di Canio, que el pasado jueves jugó con la saña de un matamoros y redondeó la épica guerrera del derby Lazio-Roma saludando brazo en alto a la afición. El público lacial, de gran tradición negra, se derritió de júbilo. Y desde entonces le llueven bendiciones a Di Canio, homenajeado por muchos como salvador del entusiasmo y la pureza viril en el calcio. Se trata de un fenómeno alarmante, que acaso dice alguna cosa sobre la situación general del país.
El público del Lazio se derritió de júbilo con el saludo de Di Canio, que adora a Mussolini
Di Canio ha sido siempre un tipo pintoresco. El viejo delantero, de 36 años, ya demostró durante sus años en Inglaterra que era capaz de cometer grandes barbaridades (le cayeron 11 partidos de sanción por agredir a un árbitro) y de mostrar reacciones de gran generosidad (se negó a marcar un gol hecho cuando vio que el portero se había hecho daño, lo que le valió un Premio Fair Play de la UEFA), pero el carácter disparatado se le ha acentuado con los años. Esta temporada ha regresado al club de sus amores, el Lazio, con una rabia que va más allá de la simple competitividad de los futbolistas profesionales.
El hombre simpatiza con el fascismo. En su autobiografía se define como nacionalista, patriota y admirador de Benito Mussolini, y, para dejar las cosas más claras, lleva la palabra Dux tatuada en el brazo. En Roma ha encontrado un ambiente ideal. El Lazio, considerado el club más filofascista del calcio, padece una grave crisis financiera y deportiva desde que quebró su anterior propietario, el holding lácteo-financiero Cirio, y la nueva gestión ha optado por una retórica agresiva y belicista como fórmula para conectar con los aficionados. A los jugadores, por ejemplo, se les llama gladiadores. Y se les exige que "salgan a morir".
No puede extrañar que Paolo di Canio preparara el siempre paroxístico derby romano viendo Braveheart. Ni que llevara bajo la camiseta albiceleste otra con una inscripción ad hoc: "Existen sólo dos formas de volver del campo de batalla, con la cabeza del enemigo... o sin la propia". Se reventó durante el partido, marcó un gol extraordinario, provocó a los contrarios (él les llama enemigos) hasta exasperarles, dirigió como un caudillo a unos compañeros de equipo sobrerrevolucionados (los gemelos Filippini debían haber sido expulsados y quizá procesados por agresión) y al final, en el momento de la victoria, hizo lo previsible. Saludó brazo en alto.
En el Estadio Olímpico puede pasar de todo. Se ha convertido en un estadio sin ley. El tipo que abrió la cabeza del árbitro Frisk en el primer encuentro europeo nunca ha sido identificado, lo que abona la sensación de impunidad de quien traspasa las puertas de un recinto en el que subsiste un obelisco con el nombre de Benito Mussolini. En el derby del jueves alguien arrojó un petardo al césped que dejó aturdidos a Totti y al árbitro. No pasó nada. No pasó tampoco nada el año pasado, cuando los ultras de ambos bandos se pusieron de acuerdo para obligar a suspender el partido como demostración de que allí mandaban ellos, no el árbitro o la policía. En realidad sí pasa, porque tanto Roma como Lazio han sufrido esta temporada sanciones europeas. Las sanciones, sin embargo, abonan los sentimientos de injusticia y persecución que, a su vez, refuerzan a los fascistas.
La Federación Italiana ha abierto una investigación sobre el gesto de Di Canio. Por el momento, sin embargo, lo más perceptible es una admiración difusa por parte de los clubes rivales, que envidian de forma más o menos explícita el carisma y la capacidad de liderazgo del capitán del Lazio. Y un coro de elogios y palabras comprensivas hacia el "gesto espontáneo" y de "entusiasmo viril" de Di Canio, por parte de personalidades como el ministro de Comunicación, el presidente regional o el director de los servicios informativos de la RAI. Todos ellos pertenecen a Alianza Nacional, un partido que se definía fascista hasta que descubrió la elegancia social del llamado posfascismo y las ventajas de formar parte del Gobierno. Di Canio podrá alegar, ante la federación, que lo suyo fue un saludo posfascista, perfectamente inocente en una época posmussoliniana.
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