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Columna
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Lujo

La semana pasada se vivieron en Granada tres o cuatro tardes de lujo. Imaginen que, poco antes de ponerse, el sol asalta la ciudad desde abajo, desde donde tendría que estar la vega, con una luz fuerte, incluso dura, que no llega a ser dorada (menos mal), y que ilumina todo con determinación y lucidez. Desde la puerta del antiguo Café Granada, la calle Recogidas parece un túnel incendiado nunca visto en las postales y que dura muy poco. Es como si Granada tuviese un mar ahí mismo, un mar perfecto. Y esa luz, como pueden imaginar, altera el color de la Alhambra, que llega a parecerse mucho a la Alhambra de los pintores. Es una pena que a la Alhambra no la dejen, por lo menos un rato, envuelta en la oscuridad que pronto empieza a caer y que permite recordarla como es en ese instante. Debe ser cosa de la razón de Estado, porque todos los días, indefectiblemente, en seguida encienden una iluminación que convierte a toda la colina roja en una cosa navideña.

Por cierto: visitar la Alhambra cuesta ahora un poco más. El precio (diez euros) está todavía muy lejos del de cualquier cosa imprescindible de las que llevamos encima y de las que, además de comprarlas, tenemos que hacernos cargo: ¿las compramos para eso? Veo muchas chicas jóvenes que van en autobús cogidas a una botella pequeña de agua mineral de la que toman traguitos pequeños con movimientos de pájaros: beber agua es saludable, pero me parece que lo que hacen ellas no es beber agua, son nada más que jóvenes que llevan un botellín de agua del que beben como pájaros, y nada más. Es más raro que alguien lea un libro. La lectura más frecuente en el autobús es el papelón de un catálogo multicolor, y más en época de rebajas. Es verdad que ese catálogo es lo único que llega siempre a todas las casas, y gratis. ¿Quién paga por ver la Alhambra? Pero el día que anuncian el nuevo precio de la visita a la Alhambra echan las cámaras de televisión a la calle y la gente dice que eso es cultura y tiene que ser gratis.

En septiembre dijeron que iban a prohibir el descuento en los libros de texto y hubo protesta general: no porque los libros tuvieran un precio, sino porque los Grandes Almacenes no iban a hacer ese descuento que lleva de una compra a otra. No se veía la cultura como un lujo, pero sí como algo sin contrapartidas y por eso caro. En la radio, un tertuliano progresista hacía la loa del libro de texto y recordaba con cariño la época en que él heredaba los de su hermano mayor. Y un amigo librero me preguntaba qué hay de malo en comprarse un libro, aunque en la casa ya haya otro.

Esto es el castigo de lo público: lo público no somos nosotros, sino otro, el otro que tiene que pagar lo que no nos parece apremiante, lo que supone un sacrificio, lo que aburre. Si una sociedad ve la cultura como un lujo que no merece diez euros en parte es porque durante siglos la cultura ha sido un artículo de lujo del que sólo podía y sabía disfrutar una casta privilegiada. Pero algo falla si, como ahora, finiquitan el Estado del bienestar y la cultura de lo público es tan endeble que no aguanta el peso de una entrada a la Alhambra, de un libro con sus ciento y pico de páginas.

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