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Columna
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La flauta mágica

Érase una vez un tiempo en que vivíamos en cavernas sin calefacción ni muebles. Nos vestíamos con pesadas pieles y, al amanecer, teníamos que salir a un mundo hostil, glacial, a buscar comida para no morir, y de este modo poder seguir cazando. Y así un día tras otro, acechados por animales que también iban a lo mismo porque el alimento era escaso para todos, por no hablar de las enfermedades. En aquel mundo todo había que inventarlo. Un cuchillo, un cuenco para beber, unos zapatos. No se había visto nunca una casa, ningún coche, ni siquiera una rueda o un sembrado. Qué difícil fue partir de cero. Parece imposible que en aquellas condiciones, en que tan sólo se vivía para sobrevivir, uno de nosotros, al llegar a la cueva con los restos de un mamut, le arrancara un colmillo y se quedara pensando y pensando y entonces se le ocurriera construir una flauta, que jamás había visto ni oído, con tres agujeros. Cuánta inspiración y genialidad en aquel humano de grandes cejas y fuerte dentadura. Éste ha sido el gran regalo de unas navidades de pesadilla, encontrarnos entre las páginas del periódico, entre tanta tragedia, la fotografía de un prodigio de hace unos 37.000 años, una obra de arte delicadamente cortada y luego pegada, que hace suponer a los expertos que aquellas gentes cantaban y bailaban y componían música. Tal vez querrían imitar a los pájaros o el silbido del viento o dar rienda suelta a algo que no podían explicar y que les bullía en el alma, aunque por entonces ni siquiera el alma se había inventado. Más o menos como nosotros ahora, que aunque sabemos algunas cosas más, continuamos sin entender lo fundamental: qué pintamos aquí haciéndonos la vida imposible unos a otros.

Tampoco la música existía antes de su música, ni la pintura antes de su pintura, ni magia antes de su magia. Hay que hacer un gran esfuerzo para imaginar aquel mundo sin nada en que cada innovación costaba miles de años, casi tanto como para imaginar el futuro tan contradictorio que no nos cabe en la cabeza. Por cierto, en la cara anterior de la página de este periódico en que aparecía la noticia de la flauta se reproducía una fotografía tomada por el Opportunity a los restos de su propia carcasa sobre la arena de Marte, nítida como si fuera una playa de Benidorm. Esta página parecía el resumen de lo que somos y hemos conseguido a día de hoy, algo así como la mítica imagen del simio lanzando un hueso al aire que se trasforma en nave espacial en 2001: Una odisea del espacio. Algo así como esa Torre Espacio, de 200 metros de altura, que se proyecta construir en Madrid, como signo de unos tiempos en que todos quisiéramos contemplar el mundo desde las nubes. Nosotros en la cueva y nosotros en Marte. Pasado y futuro, entre los cuales el presente casi desaparece. Por eso algún sabio dijo que el presente es como el filo de un cuchillo. Lo tremendo es que es en este filo donde vivimos, donde ocurren el tsunami, las guerras y una hambruna de hace miles de años.

Contemplando esta hermosa flauta asombra que tendamos a considerar a aquellos antepasados, que no nos han hecho ningún daño y nos allanaron el camino, más brutales y tontos que nosotros. Seguramente demos por hecho que nosotros en su lugar así seríamos, puesto que así somos. Tal vez sea al contrario y en este extraño crucigrama de nuestra evolución hayamos perdido algo por el camino. De hecho, solemos culparles de casi todas nuestras taras y prejuicios escudándonos en la cosa de los genes y la supervivencia de la especie. Que somos agresivos y competitivos, será porque echamos de menos la ancestral caza en la sabana, la pelea con el animal. Que somos gordos será porque aún recordamos la escasez de aquellos remotos tiempos. Que somos retorcidos y hacemos la convivencia más difícil de lo necesario será porque necesitamos obstáculos que vencer ahora que nos lo encontramos todo hecho. Que a ellos les gustan las mujeres de pechos grandes será porque les sugieren gran fecundidad y que a nosotras nos gusten ellos con buenas espaldas y abdomen de tabla de lavar será porque es indicativo de hijos sanos. Y entonces, ¿a qué parte de aquel pasado podemos achacarle que en lugar de ir a todas partes corriendo como hacíamos en la dichosa sabana, cojamos el coche para todo? Quizá nuestra genética añore la lucha cuerpo a cuerpo con el tigre dientes de sable en que nos dejábamos toda esta ansiedad que nos consume y que nos vuelve raros, cuando no peligrosos. Puede que vencer al tigre diese sentido al día, a la vida, y nos obligase a ver la vida cara a cara y no desde las alturas o desde la televisión.

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