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Columna
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Salud y ciudadanía

Joan Subirats

A finales del pasado año apareció en la prensa el informe del Observatorio del Sistema Nacional de Salud, en el que se subrayaba que el grado de satisfacción ciudadana con relación a las prestaciones del sistema sanitario había descendido significativamente. Los responsables actuales del Ministerio de Sanidad afirmaron que la principal causa del "deterioro relativo" en la credibilidad del sistema cabía buscarla en la falta de financiación. Y con ello se señalaba a los responsables anteriores del ministerio, que habían congelado el gasto en sanidad durante sus años de gobierno. No seré yo quien desmienta esos datos. Comparto la percepción de que los gobiernos del Partido Popular, si bien no trataron de modificar radicalmente el sistema sanitario con sus decisiones políticas (como sí se hizo en el campo educativo), tampoco mostraron excesivo entusiasmo en fortalecer la sanidad pública. El informe ya mencionado constata el aumento constante en el número de afiliados a coberturas privadas de salud, con cifras que si en 1992 eran inferiores a las de Alemania, Francia, Italia y el Reino Unido, hoy se sitúan en el 28,6%, más de cuatro puntos por encima de esos países.

Pero en lo que me permito disentir del informe es en atribuir principalmente al innegable descenso en la financiación al sistema sanitario en los últimos años la merma de credibilidad y de confianza que se certifica. Desde mi punto de vista, deberían buscarse otros factores más cualitativos que añadir al del gasto público. Y ello por el propio bien del sistema, ya que lanzar el mensaje de que sólo conseguiremos mejorar la percepción de la salud pública con más y más recursos resulta, como mínimo, aventurado. Es evidente que las discusiones en torno a lo que determina la satisfacción de los usuarios de cualquier servicio pueden ser interminables. La mezcla de elementos objetivos (mejora de las constantes vitales, instalaciones dignas, ratios correctas de personal de atencion...) con elementos subjetivos (calidez en las relaciones desarrolladas, trato recibido, expectativas previas, comparación con otras experiencias, grado de exigencia...) convierte las cuestiones de satisfacción y calidad en complejos cócteles no siempre fáciles de preparar. Pero es precisamente esa mezcla, ese cóctel, lo decisivo a la hora de expresar satisfacción, confianza, acuerdo entre lo que esperabas encontrar y lo que finalmente has encontrado.

Mientras asistimos a cambios vertiginosos en las formas de producción, en la manera de entender el trabajo y la familia, o en nuestras expectativas de vida, parece que las relaciones médico-paciente (y por extensión las de institución sanitaria-enfermo) no tuvieran que cambiar. Pero es indudable que esas relaciones son hoy más complejas que antes. Para bien y para mal. Los centros sanitarios están sometidos a todo tipo de regulaciones y los diversos protagonistas tienen derechos y deberes. Ello genera problemáticas que no se resuelven sólo con más recursos, sino con más transparencia y más capacidad mediadora y contractual. Pero un centro sanitario es sobre todo un espacio en el que se establece una relación profesional entre experto y no experto en busca de ayuda, y esa relación tampoco puede ser la misma que era hace 20 o 30 años. La asimetría de recursos sigue existiendo, pero los clientes tienen más formación, más recursos de información, y por lo tanto ello exige compartir más, construir juntos diagnósticos y caminos de salida, explicarse mejor los expertos y entender (y no simplemente obeceder) los no expertos. Los centros son también un gran conglomerado de servicios. Servicios sanitarios, sin duda; pero también servicios de hostelería, servicios de información, vías de acceso y lugares de espera y encuentro. Y todo ello, junto con los demás aspectos mencionados, acabará decantando percepciones, valoraciones, satisfacciones. En ese mundo de servicios, el tipo de relación que caracterizaba y caracteriza el vínculo profesional-cliente, médico-paciente, no tiene razón alguna para mantenerse, y requiere por tanto abordajes distintos. Y no olvidemos que todo centro sanitario es asimismo un espacio en el que se ejerce la ciudadanía. Un paciente no deja de ser ciudadano cuando atraviesa la puerta de un hospital.

En ese sentido, la reciente ley de cohesión y calidad del sistema nacional de salud afirma que los ciudadanos tienen derecho a participar en el sistema, tanto para que se les respete su autonomía en las decisiones que tomen como para que se tengan en cuenta sus expectativas, sus conocimientos y experiencias como integrantes que son del colectivo de usuarios de la sanidad. La Fundación Salud, Innovación y Sociedad promovió hace unos meses unas jornadas sobre ello en Madrid. También el Ayuntamiento de Barcelona ha promovido diversas iniciativas al respecto, y el Instituto de Estudios de la Salud y la Dirección General de Salud Pública de la Generalitat están trabajando precisamente en la cuestión, desde una perspectiva estratégica. Sin menospreciar la enorme significación que tiene la cuantía de gasto público dedicada a la sanidad, que inevitablemente deberá aumentar en los próximos años, creo que no deberíamos dejar de prestar atención a los elementos de participación ciudadana en el sistema de salud. Sabemos perfectamente que cuando la gente manifiesta problemas de salud no reclama sólo prestaciones clínicas, sino también emocionales, psicológicas y sociales. Si lo que queremos es construir autonomía, ello no puede hacerse sin el paciente-ciudadano, y tampoco desde la concepción médico-héroe solitario. A la clásica combinación de políticos, médicos, gestores, economistas y empresas farmacéuticas, no estaría mal añadir unas cuantas dosis de ciudadanía por vía directa. Y ello puede hacerse (y se ha empezado a hacer) de diversas maneras. Lo importante es estar dispuesto a experimentar y a reconocer que cada vez más necesitamos a la gente para saber cuál es el problema y cuál la solución, ya que, en definitiva, es la propia gente la que es parte del problema y parte de la solución.

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