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Columna
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De amores

Rosa Cullell

El amor está hoy día sometido a fuertes tensiones. Se enfrenta a grandes expectativas y le cuesta cumplirlas. Han sido siglos dándole al amor una importancia relativa en asuntos tan serios como el matrimonio, los hijos, la felicidad o la tranquilidad de espíritu. La gente se casaba o se quedaba para vestir santos, y era más o menos dichosa dependiendo, sobre todo, del carácter.

Sólo los muy ricos o los poetas sufrían del mal de amores. Pero han bastado tres o cuatro décadas para que una ola de cambios y libertades se llevara por delante vidas y costumbres. Después de muchas películas de Hollywood y bastantes cuentos de hadas, la nueva pareja estable, la buena, la que todos queremos, es el resultado del amor en mayúsculas, de una mujer y un hombre que suspiran a todas horas por sus respectivos huesos. Y entre suspiro y suspiro, proliferan los yonquis del amor, seres incapaces de vivir dos segundos sin enamorarse perdidamente del primero que pasa, y del segundo también.

Quizá sea hora de darle reposo a la denominación "Països Catalans", con su carga de anticuerpos

El matrimonio se basaba hasta hace bien poco en una combinación de ingredientes, no todos necesarios ni siempre presentes: los intereses económicos, la seguridad, los hijos, las normas sociales, las creencias religiosas, la clase social, la compañía, el sexo y, en algunos casos afortunados, incluso la pasión. Eran épocas tranquilas para el amor, que se sabía deseado, pero al que pocos atosigaban pidiéndole que asumiera la responsabilidad de llenar vidas, de hacerlas felices. La religión y las leyes le ayudaban, dificultando el trueque, incluso prohibiéndolo. Una vez casadas, las parejas dejaban de darle vueltas al amor y se dedicaban cada uno a lo suyo, hasta que la muerte los separaba. Y normalmente, se echaba de menos al difunto.

¿Cuántas mujeres de este país se casan hoy para conseguir una seguridad económica? Pocas y haciendo ver que están locas de amor. ¿Cuántos hombres buscan una mujer que los cuide y lleve la casa? Algunos, pero ni ésos lo reconocerían. Antes hasta los ricos se casaban por dinero, por más dinero. En Cataluña era matrimonio muy admirado el del hereu y la pubilla. España se formó a base de sabios matrimonios que juntaban tierras y reinos. Los reyes europeos llevan sólo una generación casándose por amor. La gente se casaba para mantener relaciones sexuales sin caer en el pecado ni pillar enfermedades, y porque el sexo en casa, en cama conocida, siempre ha tenido muchas ventajas. Además, el matrimonio aportaba hijos legítimos que perpetuaban los apellidos. Si eran niñas, te cuidaban en la vejez (en eso no han cambiado mucho las cosas).

Los sociólogos del amor y del desencanto, que casi siempre son nórdicos, hacen encuestas y estadísticas en busca de la clave del éxito de la pareja moderna. Y las cuelgan en Internet. Los resultados son tan poco románticos que dan ganas de no creerlos. Resulta que siguen triunfando las parejas de toda la vida, aquellas en las que los roles siguen bien separados: tú al trabajo, yo al súper. También tienen alguna oportunidad quienes, al igual que los accionistas de la empresa familiar, comparten objetivos sociales y económicos, o los que tienen causas comunes, como aquellos matrimonios progres de los sesenta. Los sociólogos incluso han encontrado un nuevo modelo con garantía de continuidad, que han bautizado como pareja cocooning; la forman dos seres que viven encerrados en ellos mismos, al margen del mundo y de sus peligros, decididos a no mezclarse con nadie. En cambio, la pareja abierta, esa que se lo cuenta todo y cree que el otro tiene que tener su propia vida, su espacio, ha dado resultados malísimos. Al parecer, en ese espacio suelen aparecer competidores. La integrada por individuos tolerantes, con gustos parecidos, respeto intelectual y atracción física, da regular; aunque a veces sale bien, está rodeada de numerosos peligros. Y otro dato: la frecuencia de los contactos sexuales es estadísticamente irrelevante.

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Los suecos han averiguado que nuestra sociedad es impaciente, poco habituada al sufrimiento, incapaz de soportar el aburrimiento, y que ha puesto el amor en lo más alto. Hombres y mujeres occidentales aspiran al ideal y consiguen sucedáneos. El nuevo catálogo es extenso. Tiene firmes partidarios el amor eterno, aquel que antiguamente sólo profesaban los místicos y en el que hoy cree firmemente cualquier protagonista del cotilleo y las revistas rosas. Entre los tímidos y perezosos, perdura el amor platónico, que busca emoción divina mientras teclea su clave en un chat. Muchos idolatran el primer amor, cuyo recuerdo mejora con los años. Sigue la buena racha de los amores de un día y aún más de los de media noche, que al ser efímeros tienen la gracia de no molestar. Está el amor loco, invento francés que deja en la pasión hasta el último aliento y rara vez sobrevive a una tarde de domingo. También aumentan los amores que matan, los del maltrato y la rabia. Y mientras tanto daño se produce, las mujeres y los hombres piden al cielo que alguien, por una vez, muera por ellos. Y se lo diga.

Los hombres callan su desengaño, porque ellos, ya se sabe, hablan de fútbol y de política. Las chicas, en cambio, hacen de la desilusión un secreto a voces. Los divorcios se multiplican por cinco. Las solteras se dan cuenta, al cumplir los 40, de que mientras buscaban un príncipe azul para padre de sus hijos, su nivel de estrógenos bajaba alarmantemente. Entonces viajan a países lejanos, donde aceptan madres solteras, y adoptan hijos de príncipes de cualquier color. Los solteros no echan en falta los hijos; están ocupados con tanto donde escoger y en que gastar. Las casadas se estiran, se ponen y se quitan, para que sus maridos vuelvan a verlas. Los casados trabajan 13 horas diarias y suspiran por que alguien les diga que aún les desea. Los gays parecen vivir momentos de ilusión; por fin pueden probar a ser felices o desgraciados como todos los demás. Las calles van llenas de gente agotada de soñar, que dobla la esquina esperando tropezar con el amor de su vida. Han sido los guionistas de televisión quienes han encontrado la fórmula que no falla, la relación que nunca decepciona y arrastra audiencias: la UST (iniciales inglesas de unión sexual no resuelta). Un clásico, el amor imposible, nos ha robado el corazón.

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