Mir llena Madrid de color
La Fundación Mapfre expone hasta el 16 de enero obras singulares del pintor que llevó a la plenitud el paisajismo español
Los amantes de la pintura tienen estos días en Madrid numerosas citas en las que solazarse y abandonarse al puro disfrute del arte. Una de las más agradables la ofrece la Fundación Mapfre que, en su sala de exposiciones de la avenida del General Perón, muestra hasta el 19 de enero un compendio de las mejores obras del pintor catalán Joaquim Mir (1873-1940), que llevó una existencia dedicada a la pintura.
El caudal de sensaciones plásticas que el visitante recibe desde que se adentra en la sala hasta que sale de ella es un hecho objetivo e independiente de que salude o no un estilo como el de Mir, singularizado por la evolución de la forma hasta el color puro, en un tránsito incesante iniciado a finales del siglo XIX, con señalada antelación al quehacer pictórico en otras latitudes.
La muestra ha reunido una serie, pintada en Mallorca, dispersa desde 1941
El arranque de Mir a la vida artística se vio caracterizado por una apasionada búsqueda de la luz en su dialéctica infinita sobre el lienzo, a través del lenguaje de un pincel puro y límpido en la siembra, generosa siempre, del color. Cobró tanta fuerza creadora su ímpetu que le convirtió en el emblema que inspiró La Colla del Sofra, el grupo del Azafrán, así denominado por su devoción al color naranja, fundente originario de este colectivo de promesas de la pintura surgidas de la magistral aula de Lluis Graner. En ella se formaron artistas de la estatura de su amigo Isidre Nonell, Adriá Gual, Ricard Canals, Ramón Pitxot y Juli Vallmitjana, entre otros.
Hijo de un mercero, el barcelonés Joaquim Mir muestra en los primeros trabajos aquí expuestos gouaches, dibujos a lápiz y aguatintas, trasuntos de construcciones y obras públicas, como las del templo de la Sagrada Familia, de Antonio Gaudí. En ellas refleja una incipiente conciencia social propia de su época, conforme al despliegue de los procesos industriales en la Cataluña fabril de entonces. Los trasuntos de sus primeras obras se enraizan en ambientes de los arrabales de Barcelona, frontera entonces entre urbe y campiña, hacia la cual pronto escaparía Mir, espoleado por la sed de luz que la neblina ciudadana - oscuridad y conflicto- le hurtaba.
Composiciones como Sol y sombra avisan ya de ese tránsito inmediato y reflejan la humanidad presencial de un personaje sentado sobre un pequeño talud que parece anunciar la inexorable declinación del hombre del campo hacia la absorbente ciudad industrial finisecular: es el proceso inverso del emprendido por Mir quien, entre 1900 y 1904, se traslada a vivir a la isla de Mallorca en anhelante pesquisa de un mundo propio. Es allí donde comienza el frenesí de su experimentación cromática, impulsada ya por el Vendedor de naranjas, pintado en Barcelona en 1894, que poco antes diera nombradía a su informal escuela.
La exposición se anota un logro evidente al haber reunido los tres cuadros de gran formato que sirvieron para la decoración del plafón del Gran Hotel de Palma de Mallorca. A partir de 1941, estos testimonios señeros del arte de Mir quedaron dispersos, dispersión que los organizadores de esta muestra han conseguido quebrar al exhibirlos aquí conjuntamente. Estremece pensar en la ventaja que Mir sacaba a otros pintores coetáneos suyos, no sólo españoles, también franceses y holandeses, en la progresiva prescindencia de la perspectiva y en la acreditación del color y de la elementalidad materialidad frente al dibujo.
En La cala Sant Vicenc, de 280 por 400 centímetros, todos los ángulos posibles de la coloración de la arena sobre una libérrima vegetación se encuentran reunidos en clara sinfonía, mientras que en La cala encantada, Deiá, la aventura emprendida por él para atrapar la curvatura del agua, sus escorzos y anillos, la pulverización de la espuma sobre el borroso fondo de un litoral poblado de fantasía, anuncia lo que constituirá muy poco después la pintura a base de cortinas de color, a modo de texturas, que singularizaría el tránsito desde la figuración al abstracto de todo el arte de vanguardia del siglo en el que Mir ya experimentaba aquel frenesí creador.
Tras dominar con plenitud el mundo pictórico de la luz, encara en la última fase de su vida artística con su gozosa penetración al mundo de las penumbras. Para ello, se zambulle en las umbrías desde la estatura que su destreza en la administración lumínica de las solanas le procuraba ya desde antes, y logra rozar la plenitud en las cumbres teñidas de azul y de agua, de los montes que coronan el Pirineo, siente años de morir.
Presencia silenciosa del agua
Robusto y vital, mirada penetrante y presencia enérgica, Joaquim Mir fue sin embargo sensible a los embates de la inestabilidad. Pasó periodos de su adolescencia en un instituto psiquiátrico de Reus y vivió temporadas en sus inmediaciones. Quizá por ello, la pintura fue para él no sólo una aventura creativa, sino además una terapia de mansedumbre, uno de cuyos elementos invariantes es el agua. Aunque no se halle explícita en algunas de sus obras, el fluir, las irisaciones de su superficie -por él siempre inclinada- se perciben en su suave frescura en toda la creación de Mir, desde la concebida en Alforjas, a las de Tarragona, Calafell, Canyelles o L'Aleixar, algunos de sus escenarios preferidos para pintar al aire libre, empresa acometida por él siempre que pudo. Pozos, acequias y tajos surcan silenciosamente el perímetro de sus composiciones de secanos.
A medida que su edad avanzaba, más líquida era la obra de Mir. Arrancando de la tierra anaranjada de la campiña limítrofe con Barcelona, ve su pintura versarse hacia las tonalidades sustentadas en el amarillo del cadmio, para llegar al poco, y velozmente, a los contornos rojizos y voltearse luego hacia las gamas de verdes que preludian ya su anchuroso y magnífico azul, el color del agua que baña su obra toda, y caracteriza de inagotable su paleta, como la definiera el escritor novecentista Carles Capdevilla. En esa linde donde la malaquita parece mostrar su querencia por trocarse en turquesa, en esa frontera donde los celestes teñidos de plata van cobrando peso hasta adensarse en la víspera cobre del granate, sitúa Mir su paraíso cromático en los años más felices de su vida: los vividos junto a su esposa, María Estalella, en Vilanova i la Geltrú.
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