Gran revés para el nuevo zar
Víktor Yúshenko es, por supuesto, el principal vencedor de las elecciones celebradas el pasado domingo en Ucrania. Ha ganado con rotundidad a un rival, Víktor Yanukóvich, que sabía que en buena lid sus posibilidades eran nulas. Los fraudes habidos en las dos vueltas de las elecciones frustradas fueron tan evidentes y obscenos precisamente por la falta de seguridad del mediocre Yanukóvich de poder cumplir con lo que le había encargado el presidente saliente, Leonid Kuchma, que no era otra cosa que garantizar la continuidad en el poder a la alianza entre el aparato comunista de seguridad y administración de Kiev y las diversas mafias ucranias y rusas.
"Sobreactuó" -como se dice ahora- en la estafa. Y con su burda actuación de intimidación mafiosa en los colegios electorales y de grotescos recuentos dejó en evidencia a todos. Ante todo a sus protectores, que eran Kuchma y el presidente ruso, Vladímir Putin. Ambos dieron por buenos los resultados de aquel gigantesco engaño y ambos tuvieron que reconocer después que la farsa en farsa quedaba y que habría que volver a votar. Ahora el resultado ha otorgado la presidencia a un hombre al que Putin, Kuchma y Yanukóvich han tachado en innumerables ocasiones de traidor y de espía occidental, al que ellos quisieron estafar y al que algunos envenenaron con dioxina. Dado que es improbable que Yúshenko fuera envenenado por sus seguidores, hay que pensar que entre sus enemigos alguien recurrió a esta solución imaginativa ante el temor, perfectamente justificado, de que Yanukóvich resultara ser un incapaz incluso para perpetrar un fraude un poco sofisticado.
Pero quien más pierde no es Yanukóvich, que, al fin y al cabo, era poco menos que un lacayo de hombres poderosos bastante más pulidos. Ni siquiera Kuchma, que, si comienza a ver excesivo interés de Yúshenko y su equipo en indagar en su pasado, el origen de su fortuna familiar y su implicación en desapariciones y ajustes de cuentas, tiene casa pagada y cuenta en Moscú. El gran perdedor ante el triunfo de la voluntad popular es Putin, que se equivocó esta vez pensando que Europa y EE UU también le aceptarían esta gamberrada y entenderían como en tantas ocasiones del pasado reciente que el Kremlin puede ser un poco tosco en las formas, pero tiene un fondo tierno y demócrata. En Rusia, Putin ha puesto ya fin al proceso hacia la democracia y la transparencia. A muchos en Occidente no les parece mal y tienen sus buenas razones. Siglos de Iglesia ortodoxa, zarismo y comunismo han mantenido a la masa del pueblo ruso al margen de la noción de responsabilidad individual. Sin un poder central fuerte y mecanismos claros y contundentes, la desestabilización de este gigante sería cuestión de tiempo -poco- y pondría en grave peligro la seguridad europea. Putin ha demostrado sobradamente que Europa occidental no tiene nada que temer de su régimen autoritario. Por eso nadie ha dicho nada cuando ha abolido las elecciones a gobernadores de las repúblicas y decidido que es más fácil que los elija él mismo.
Pero un zarismo más o menos ilustrado en Rusia nada tiene que ver (¿o sí?) con los intentos de Putin de recomponer un imperio a costa de las libertades de los vecinos. Se toleró que apadrinara la dictadura en Bielorrusia. Pero en Ucrania, en este limes de Europa, se libra la gran lucha entre el oscurantismo y el poder vertical de la ortodoxia, del nuevo zar y del comunismo mafioso y la democracia occidental de una sociedad abierta y articulada horizontalmente. Bruselas -felicidades- y Washington lo vieron a tiempo. Le dijeron al zar que por ahí no pasaban. Y ganó la sociedad abierta esta primera batalla. Pero atentos, porque el pulso continuará mientras Rusia no se libere de mil años de historia. Los que nos alegramos por la victoria en Ucrania no lo veremos.
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