El mejor llega al Olimpo
El atleta marroquí El Guerruj, ganador de los 1.500 y los 5.000 metros en los Juegos Olímpicos de Atenas, elegido por los deportistas españoles el mejor del mundo en 2004 - Dani Pedrosa, el mejor español - Rafa Nadal, de 18 años, la revelación, y la Copa Davis, el gran acontecimiento para nuestro deporte
Dos rostros, dos miradas, reflejan toda la gloria de los Juegos Olímpicos. Una hay que observarla en papel sepia, pues se trata de un acontecimiento que pertenece a dos generaciones atrás, aunque no hay aficionado que no la guarde en la memoria. Es Sebastian Coe arrojando todos sus fantasmas y miedos en su victoria sobre Steve Ovett en la final de los 1.500 metros de los Juegos Olímpicos de Moscú 80. Con los brazos en cruz, la mirada presa de una exaltación incontenible, Coe cruza la meta en una carrera inolvidable, la que puso fin a la supuesta supremacía de Ovett sobre su compatriota en las grandes finales. No hace falta adivinar en Coe el sentimiento de liberación y conquista que le generó esa victoria. Había perdido la final de los 800 días antes y a su alrededor sólo había dudas: ¿era el hombre que batía récords cada semana o el campeón completo que también imponía su autoridad en los grandes campeonatos? El británico respondió con elocuencia aquella tarde en Moscú.
En la cima le esperaban Coe, Nurmi y, especialmente, Elliott, el prodigioso australiano
La otra mirada responde a la misma sensación de angustia liberada. Para un hombre que ha pretendido el reinado histórico del mediofondo, los Juegos de Atenas eran más que un desafío personal. Eran un combate contra todos aquéllos que figuran en la cima de la distancia perfecta: Paavo Nurmi, Herb Elliott, Coe, quizá Nurredin Morceli. Todos ellos habían completado el círculo mágico: plusmarquistas mundiales de los 1.500 metros y campeones olímpicos, hombres que habían definido periodos sustanciales en el atletismo. Ellos se habían ganado el sitio en el olimpo del mediofondo, donde se esperaba la respuesta definitiva de Hicham el Guerruj, el atleta que había perseguido inútilmente el sueño de una victoria olímpica. Desde juvenil había vivido la obsesión de la grandeza. Creció en la marea de popularidad que significó Said Auita para el atletismo marroquí. Auita había cambiado el sistema de poder: después de largos años de supremacía británica, representada por el triunvirato Coe-Ovett-Cram, la hegemonía se trasladó al norte de África, al Marruecos de Auita y a la Argelia de Morceli. Comenzó una nueva época que terminó por completar un chico destinado a hacer historia casi desde niño. Quienes le veían con su tranco poderoso, pero ligero, con la determinación que le permitía aguantar altas velocidades sin decaer en la última vuelta; quienes pensaban que no sólo era el heredero de Auita, sino también el futuro emperador del mediofondo no se equivocaban.
Hicham el Guerruj era un genio. No es frecuente un periodo de esplendor de casi diez años, y menos aún en el mediofondo, en el que el dinero alimenta carreras suicidas en busca de récords. Eso quema física y mentalmente. Y también acomoda a los grandes. Pero El Guerruj es de otra pasta. Con 20 años era una estrella. Con 21, los expertos vaticinaron su victoria sobre Morceli en la final olímpica de Atlanta. Morceli declinaba y El Guerruj tenía un aire invencible. Acababa de llegar a la primera división del 1.500 y ya era el referente de la distancia. Atlanta 96 fue, sin embargo, el comienzo de un calvario que amenazó con convertirle en otro Jim Ryun, en un Ovett, en todos aquellos mitos que no habían conseguido la victoria en los Juegos. En el comienzo de la última vuelta, cuando se disponía a lanzar el ataque ganador, El Guerruj tropezó y rodó por los suelos.
El efecto del infortunio sólo se cobró un mal día, cuatro años después, en la final de Sidney. Antes y después, El Guerruj destrozó récords mundiales en 1.500 metros y la milla (1.609 metros), los llevó a territorios casi impensables para los atletas actuales (3m 26s), ganó cuatro Mundiales y mantuvo la fiebre competitiva por encima de las marcas y el dinero. No sólo eso: era un atleta querido por los rivales y adorado por los aficionados. Nunca se le vio un gesto de vanidad ni un comentario despectivo por cualquiera de sus adversarios. Siempre pareció el tímido chico que bajaba de Ifrane, en el Atlas, para consagrar su autoridad en todas las carreras. Parecía invencible, pero el círculo no estaba cerrado. Le faltaba el oro olímpico. En la cima le esperaban Sebastian Coe y Paavo Nurmi y especialmente Herb Elliott, el prodigioso australiano que ganó la final de los Juegos de Roma, en 1960, con la clase de autoridad que le convirtió instantáneamente en la gran leyenda del mediofondo. Para El Guerruj, Elliott era el ídolo que le había motivado desde chico. Sidney, Australia, los Juegos: era el escenario perfecto para consagrarse como el mejor de todos. Era la propia tierra de Elliott. Y allí vivió el momento más amargo de su carrera: no logró despegarse del keniano Noah Ngeny en su largo ataque, no consiguió buscar en su cuerpo y en su cabeza el gramo añadido de energía para batirle en la última recta. Perdió la carrera. Sólo le quedaba una oportunidad: Atenas.
No se recuerda ningún caso de un atleta que haya conquistado la final del 1.500 en la tercera oportunidad. Quema la exigencia de una distancia que necesita a partes iguales unas condiciones atléticas excepcionales y una perfecta capacidad estratégica. Apenas un mes antes de los Juegos, el atleta invulnerable se hizo humano. No sólo estaba preso de sus frustraciones olímpicas, sino también de la realidad de las marcas. Había gente más rápida. Gente que le ganaba las carreras que El Guerruj siempre había dominado.
El Guerruj se había creado los suficientes antecedentes para levantar sobre la final olímpica una expectación insuperable. En Atenas, cien mil espectadores acudieron al estadio convencidos del histórico momento que se iba a vivir en alrededor de tres minutos y medio. Lo que sucedió superó todas las previsiones. Nunca podrá olvidarse el tenaz ataque de El Guerruj y la respuesta de Bernard Lagat, que entró en la recta final ligeramente por detrás del marroquí. Luego, se colocó a su altura y allí comenzaron doce dramáticos segundos en los que ninguno de los dos le concedió la tregua al otro. Se pensó, en todo caso, que El Guerruj sería víctima de su desgracia olímpica, de su angustia por ganar. Pero no. Sucedió todo lo contrario. Su deseo, la obsesión que había alimentado durante ocho años, fue determinante en el último esfuerzo, el que le permitió imponerse a Lagat, ganar el oro y cerrar el círculo. Como Sebastian Coe en Moscú 80, el rostro de El Guerruj era una mezcla de éxtasis y de incredulidad, el gesto de un hombre que se había consagrado como el mejor de todos los tiempos, el gesto del atleta definitivamente liberado, hasta el punto de ganar pocos días después la final de los 5.000 metros. No sólo era incierto que los Juegos Olímpicos estaban destinados a frustrar su fabulosa trayectoria, sino que precisamente iban a coronarle como el rey del medio fondo, el atleta de los Juegos, el deportista del año.
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