Un viaje a la cuna del dolor
En El lenguaje de las fuentes, Gustavo Martín Garzo (Valladolid, 1948) definía, entre otras tareas, una manera personalísima de vínculo entre lo sublime y lo prosaico. Ese vínculo se reforzaba o adquiría carta de verosimilitud narrativa con la puesta en escena de una atmósfera en la cual lo sobrenatural era casi parte consustancial de su discurso. Esa atmósfera vuelve siempre a hacerse presente en cada novela suya; es algo más que un dispositivo para subrayar ese perfil ambiguo entre lo angelical y lo demoniaco que tienen sus historias y algunos de sus personajes. Sin ese estado de sobrenaturalidad en que parecen siempre levitar sus héroes, sería imposible entender la manera en que generalmente hablan y establecen lazos con sus semejantes más próximos; además de serle a Martín Garzo difícil convencernos de su realidad novelesca. El autor castellano trabaja al borde de lo intangible. No hablo de realismo mágico ni de otras soluciones maravillosas. Hablo del alma de las cosas más que de las cosas mismas y de los deseos suicidas plasmados en una lengua literaria que no le queda más remedio que ofrecerse lírica no para seducir sino para que conozcamos la parte invisible de aquello que nos atrae y no sabemos por qué. En Los amores imprudentes, su nueva novela, Gustavo Martín Garzo pone en funcionamiento aquella atmósfera, aquel ímpetu sobrenatural y secreto, y lo hace en el corazón mismo de la posguerra franquista, es decir, en unas coordenadas político-sociales tan poco proclives a los más mínimos entusiasmos del espíritu y de la carne.
LOS AMORES IMPRUDENTES
Gustavo Martín Garzo
Areté. Barcelona, 2004
412 páginas. 21,50 euros
Tal vez deberíamos acordar
nos de La vida nueva, aquella novela de Martín Garzo donde la representación del amor sublime era su propósito angular, y donde una narradora, como en la novela que ahora se comenta, daba cuenta también de eso que durante el franquismo era severamente censurado, los amores imprudentes. Veamos rápidamente la historia de esta novela. Una chica francesa, hija de español exiliado, encuentra casualmente en un sobre, a la muerte de su padre, una foto donde reluce la belleza de una muchacha. Decide viajar hasta el pueblo castellano, donde su padre se había desempeñado como maestro en 1942, para averiguar quién es esa chica y que función desempeña en esa gran trama en la que se adentrará y mediante la cual vislumbrará alguna de las verdades capitales de la existencia. La novela está escrita en primera persona. Quien narra asiste a una especie de ceremonia de informaciones cruzadas, todas probables o inciertas, pero todas sintomáticas de un pasado terrible, lleno de esperanzas truncadas y desilusiones irreparables. La joven narradora se convierte sin pretenderlo en una detective de causas tan remotas como perdidas. Lo que averiguará probablemente no será más importante que las personas que se vio obligada a conocer y con las cuales tuvo que hablar. Con ellas revivió una época que sólo conoció de oídas o por los libros. Accedió a la memoria, a la belleza y a la fatuidad. Y con ellas, sobre todo, conoció la sustancia incomunicable que da cuerpo a los amores absolutos: el dolor. "Es el dolor lo que cambia nuestras vidas", dice un personaje a otro en una novela de Steve Martin, de reciente publicación, como si dijera que es el dolor y no la felicidad. En este sentido no es casual que un personaje de la novela de Martín Garzo sea una comentarista compulsiva de Grandes esperanzas, de Dickens. Quién no recuerda cómo la aflicción operó en Stella su milagroso cambio interior.
Los amores imprudentes es
una excelente novela. Escrita con una prosa en la que se ligan los paisajes físicos y humanos como si el mundo externo y el alma de las personas constituyesen un solo cuerpo. No sé si la chica de París que va a Castilla encuentra todo lo que busca. Pero lo que ha averiguado tiene que ver con los resultados de una apasionante investigación espiritual.
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