La ambición del poder
Semíramis existió o no; fue la dueña de un burdel, o la descendiente en línea directa de Caín; hubo incesto o no lo hubo en su vida. Quizá la enviara Satanás. No era hija de nadie: hija del aire. De la nada, de donde la sacaron para la Biblia y para contento de escritores y dramaturgos, como Pedro Calderón. O como Voltaire, con cuya tragedia hizo Rossini una ópera (Semiramide). Como Lavelli, que ha cogido las dos comedias de Calderón (o dos partes de una misma, larguísima), se ha quedado principalmente con la segunda y ha trabajado sobre ella un espectáculo interesante desde un punto de vista de dirección de escena. Sus actores, más que tales, son muñecos de gestos, de movimientos y paradas y fijación en casi el aire; de sus cuerpos el vestuario desmesurado hace otras cosas y de sus voces más sonido que signo. Los versos de Calderón quedan pulverizados, diría yo si no fuera porque en el reparto está Blanca Portillo, que traspasa todo eso, que dirige ella misma sus emisiones de voz con un arco muy amplio, que interpreta y hace comprensible un sentido que debe tener toda esta pieza: el de la lucha por el poder en las alturas de un reino imposible, el de Babilonia. El tránsito de Semíramis de prostituta a diosa es algo que está en muchas leyendas de su tiempo y de los siguientes; quizá en algunas leyendas del tiempo actual hay caminos parecidos.
La hija del aire
De Pedro Calderón de la Barba, concepción y adaptación de Jorge Lavelli. Musical de Gerardo Gandini. Intérpretes: Pompeyo Audivert, Julieta Aure, Joselo Bella, Gustavo Böhm, Cutuli, Luis Herrera, Francisco Nápoli, Blanca Portillo, Paula Requeijo, Matías Pedro Ricci, Luchano Ruiz, Sergio Sioma, Marcelo Subiotto, Eleonora Wexler, Alejandro Zanga. Vestuario de Graciela Galán. Escenografía: Pace. Director: Jorge Lavelli. Teatro Español. Madrid.
El espectáculo: este director universal que es Lavelli lo encierra entre maderas; el decorado es el palacio de la reina, pero su cierre es falso, en él hay infinidad de ventanas o de escotillas por los que asoman personajes y desaparecen, y un sexteto con frac, y una reducción que de pronto se convierte en vodevil de puertas que se abren y se cierran; cortan y dejan paso. Hay en todo una calidad estética y la hay, como dije más arriba, en actores y actrices y en sus trajes y sus movimientos bruscos a veces, repentinos, mecanizados. Es la obra característica de un buen director que ha puesto a su leyenda, obra, versos, personas. Y espectadores para dos horas y media, fascinados por lo que ven, admiradores de la interpretación. De todo ello yo veo y oigo, sobre todo, la interpretación de Blanca Portillo, reconocida siempre como excelente en cada una de sus interpretaciones.
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