Linchamiento organizado
El vicepresidente del Consell y secretario general del PP en Castelló, Víctor Campos, es unánimemente reconocido como persona discreta, al tiempo que prudente. Hasta el punto de que, en opinión de algunos de cuantos han seguido de cerca su carrera política, tales virtudes constituyen no sólo su mejor sino su único bagaje como hombre público. Permanecer en los puestos de mando y pasar inadvertido, como es su caso, constituye una garantía para no ser envidiado ni removido. Sobre todo en tiempos de zozobra, como éstos, en los que el PP valenciano, su partido, está agitado por la renovación interna que se está produciendo a costa de los zaplanistas allí donde pueden ser desahuciados.
Esta es una batalla en la que el citado vicepresidente no ha tenido que desgastarse, o eso parece. Apostó desde el principio por el caballo ganador, Francisco Camps, de ahí los cargos sucesivos y preeminentes que ha ocupado en el Gobierno de la autonomía. Sin embargo, para su infortunio, conculcando las más elementales cautelas, se ha involucrado en un conflicto en el que arriesga su futuro. Me refiero a la defensa a ultranza del presidente de la Diputación de Castelló, Carlos Fabra, de quien acaba de declarar que soporta "un linchamiento organizado" llevado a cabo por "personas despreciables y desacreditadas".
Como la fidelidad es un valor plausible, no seré yo quien objete su inmolación en una causa que tiene visos tan escandalosos. Incluso se percibe cierta grandeza en este alarde de lealtad personal, más propia de una viuda hindú que de un cofrade político. Lo que sí le reprocho, pues me siento aludido, es que se invoque una conspiración para demoler la honra y la fama del hoy por hoy encausado presidente. Si le consta, habría de precisarla con el fin de no meter en el mismo saco a los presuntos conspiradores y a quienes nos hemos limitado a glosar periodísticamente los sucesos que han sido divulgados y no desmentidos.
A mi entender, lo único organizado a propósito de este episodio es el silencio de las gentes del PP. No quieren ver, oír ni hablar del caso Fabra porque les abruma la responsabilidad, cuando no la vergüenza, ante la mera descripción de las peripecias fitosanitarias en las que haya podido estar involucrado el poderoso dirigente popular de La Plana. Menos aún quieren imaginar cual sería la consecuencia si se probase que los preparados químicos distribuidos para usos agrícolas y obtenidos por intermediación del presidente de la Diputación y del partido fuesen lesivos para la salud. Quizá para los militantes del PP resulte un calvario esta insistencia en el escándalo, pero tanto por ética como por terapia política hay que rescatarlo del olvido en que se le quisiera soterrar.
Aquí, pues, no ha habido linchamiento ni nada que se le parezca. Lo que ha habido es una terquedad descomunal para no enmendar lo que era previsible a poco que se comenzó a desvelar la serie de irregularidades de este asunto. En ese momento debió pagarse el peaje político que significa la dimisión del atrapado en el negocio. Y eso, al margen de que las urnas y los afiliados del PP sigan convalidando las posibles trapacerías. Cuestión de ética y de coherencia. El coraje que no se tuvo quizá lo impongan los fallos judiciales pendientes.
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