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La necesaria Constitución europea

Marc Carrillo

Que la institucionalización de la Unión Europea alcance el nivel de una constitución no es cuestión banal. El tratado por el que se instituye una Constitución para Europa que será sometido a referéndum en próximo mes de febrero en España, supone un paso decisivo en el proceso de configuración de la Unión Europea como sujeto de derecho internacional surgido de la realidad mutable del Estado-nación. El tratado firmado hace unas semanas en Roma es un eslabón necesario -después de Maastricht, Amsterdam y Niza- para la superación de la antigua unión económica y aduanera en pro de una unión política progresivamente más intensa, más verosímil.

No es irrelevante que ya se emplee el término Constitución para referirse a un tratado que establece su preeminencia jurídica sobre el derecho de los Estados. Una preeminencia que ya había sido reconocida hace décadas por el Tribunal de Justicia de Luxemburgo y que ahora adquiere rango constitucional. Tampoco carece de importancia que se denomine Constitución a una realidad institucional que, con los matices que se quiera, responde al concepto de Constitución que se deriva de aquella célebre y vigente Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano francesa de 1789, basada en la filosofía racional normativa, que exigía dos requisitos para la existencia de una constitución: asegurar la división de poderes y garantizar los derechos. Y así es, la Constitución europea establece una división de poderes ciertamente singular, con la función legislativa acrecentada a favor del Parlamento elegido por sufragio universal y compartida con el Consejo de Ministros. Este último, junto con la Comisión, ejerce también la función ejecutiva, mientras que el poder jurisdiccional corresponde a los jueces y tribunales de los Estados miembros, en su doble condición de jueces nacionales y europeos, y el Tribunal de Justicia de la Unión se instituye como la jurisdicción constitucional a fin de preservar el cumplimiento de la Constitución.

Pero estos poderes institucionales estarán sometidos a límites, a través de la Carta de los derechos fundamentales proclamada en Niza e incorporada a la Constitución. Se trata de una novedad decisiva y necesaria en el derecho europeo porque con el reconocimiento de derechos y libertades, la ciudadanía europea dispone de garantías frente a la acción de los poderes públicos de la Unión y de los Estados cuando apliquen el derecho europeo. Este derecho es cada vez más extenso e influye en la vida cotidiana de los ciudadanos igual que pueda hacerlo el derecho del Estado o el de la Generalitat. La Carta reconoce derechos de libertad y de participación, así como también derechos sociales, cuestión ésta de especial relevancia en el ámbito europeo. En este sentido, no se puede afirmar que se trate de una Constitución que prescinda de la dimensión social de las políticas públicas, puesto que reconoce un amplio catálogo de derechos laborales y sociales, y pone especial énfasis en la protección del medio ambiente, ámbito éste en el que desde hace años la legislación europea se ha mostrado activa para garantizar una economía más sostenible y respetuosa con los intereses generales. Estamos, por tanto, ante un marco institucional asimilable al de los Estados miembros, lo que hace razonable afirmar que la Constitución europea constituye un paso adelante en la construcción de la Europa política, que de forma progresiva ordenará cada vez más la vida de sus ciudadanos, en un contexto de dualidad constitucional que los europeos han de asumir como algo propio y natural.

El proceso de integración europea se ve reforzado con la Constitución. Todos los aspectos esenciales que forman parte de la Constitución española y del Estatuto de Autonomía de Cataluña, como la regulación de los derechos, la organización institucional y las competencias de los Estados y de las comunidades autónomas, quedan afectados por la nueva Constitución. No se trata de un efecto novedoso, sino que viene de tiempo; pero con su entrada en vigor, la influencia de Europa sobre los Estados miembros será mucho más intensa, y ciertamente, ésta no es una cuestión simple. Por ejemplo, respecto de la estructura de los Estados políticamente descentralizados, como es el caso entre otros de España, la Constitución europea no diluye la personalidad ni los poderes de los entes subestatales, en especial de aquellos que disponen de competencia legislativa propia (regiones, länders, comunidades autónomas...). No obstante, su nivel de participación institucional es muy precario, y una vía para resolver este déficit debe encontrar solución en el ámbito interno de los propios Estados a través de fórmulas -especialmente en España- que permitan incorporar a la voluntad estatal los intereses específicos de las comunidades autónomas mediante la presencia de un representante de las mismas, variable según los casos, en los Consejos de Ministros de la Unión. Algo semejante es preciso articular para preservar las lenguas minoritarias, cuyo reconocimiento europeo ha de partir de la base de una equiparación jurídica con la oficial del Estado en el ámbito interno, cuestión ésta pendiente de resolver con relación al catalán respecto del castellano. Son vías que resultan ineludibles en el marco de un futuro de naturaleza federal que debe caracterizar a la Unión. En fin, la Constitución europea es también necesaria porque sienta las bases jurídicas para que Europa pueda disponer de algo tan decisivo y de lo ahora carece, léase: una política exterior y de defensa común sólida y autónoma frente a una realidad internacional hegemonizada a placer por Estados Unidos, lo cual es una razón más para considerar la necesidad de disponer de una Constitución para los europeos.

Marc Carrillo es catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad Pompeu Fabra.

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