Odisea
Es inmensa Gibraltar, ciudad andaluza, territorio británico de 6 kilómetros cuadrados y 30.861 habitantes, según leo en una enciclopedia italiana de bolsillo. Es inmensa, como los mitos y las fábulas, vía entre el Mediterráneo occidental y el Atlántico, una aventura de genoveses atravesando el Estrecho en frágiles barcos del siglo XIII, hacia Flandes e Inglaterra. Hace veinte años, la única vez que he pisado Gibraltar, era un lugar rarísimo, de viento y sol angloandaluz, tiendas que vendían plum-cakes, cervecerías forradas invernalmente de madera, monos rubios que robaban cámaras fotográficas, un cañón dorado y la guardia ante la casa del Gobernador, hangares de lona para indios y marroquíes que habían sustituido a los trabajadores de la comarca cuando el cierre de la Verja.
Es una herida patriótica, motivo de manifestaciones, canciones y debates en la ONU, en los años de esplendor del franquismo, los sesenta increíblemente próximos. Y es una historia de guerras y conjuras internacionales, espionaje y contrabando. La invasión francesa de 1808 preveía una invasión inglesa de Andalucía desde Gibraltar, luego refugio y foco de rebeliones para liberales perseguidos por el absolutismo. Los germanófilos soñaron en 1914 y en 1939 con batirse junto al Reich para reconquistar Gibraltar, el eje Baleares-Gibraltar-Canarias. Un día, paseando por Ceuta, mi padre me contó que el dictador Primo de Rivera propuso, siendo gobernador de Cádiz, entregar Ceuta a los ingleses a cambio de Gibraltar. Y, hace un año o dos, creí ver en Cádiz, en un jardín descuidado, una estatua caída de Primo de Rivera, fumando.
Gibraltar sale en una canción de los Beatles, veraniega, de 1969, la Balada de John y Yoko, casados "en Gibraltar, cerca de España", canta Lennon, que cuenta su boda, y la luna de miel en el Hilton de Amsterdam, donde los novios dieron la ropa a los pobres y pasaron desnudos siete días en cama, por la paz en Vietnam. Yo prefiero las historias de espías, Desmond Bristow las recuerda en su Juego de topos. Memorias del jefe de la sección española del servicio secreto británico: microsubmarinos con bombas contra barcos ingleses, en 1942, y agentes alemanes e italianos en Algeciras, y los bares de Main Street, Irish Town y Castle Street, y el Rock Hotel, y un transportista llamado Antonio Joseph con contactos en Cádiz y Estepona, y el contrabandista de tabaco José Heredia Saavedra, agente al servicio de Inglaterra, en el viejo y alegre Gibraltar, decía Bristow.
Gibraltar está a punto de dejar de ser una fábula para ser una ciudad casi normal, de la comarca. Ahora España acepta que los 30.000 gibraltareños tengan derecho a dar su consentimiento a lo que acuerden sobre Gibraltar los gobiernos de Londres y Madrid. No es ningún disparate. Tiene en cuenta el pacto entre Gran Bretaña y los ciudadanos de su dominio, o su colonia, y cambia el tono de unas negociaciones que han sido estériles durante décadas. Yo lo veo como el anuncio del fin del mito gibraltareño, la ciudad escondida detrás de una verja. "Si puedes meter los cinco dedos es una verja, si no una puerta", dice Joyce en Ulises, una novela que precisamente acaba en Ronda, Algeciras y Gibraltar.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.