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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Sangre seca

En 1988 el escritor Paco Villar entró en los archivos de la Audiencia y no salió hasta tres años después, con 29. Los archivos estaban en los sótanos del inmenso edificio, divididos en cuartos mal iluminados que los funcionarios judiciales llamaban pozos. Una parte de los expedientes se conservaba con cierto orden en los armarios, pero la mayoría formaban altas pilas que arrancaban del suelo. Los expedientes cubrían prácticamente la posguerra. El crimen de la posguerra. El escritor metió mano. Su objetivo, entonces, era escribir una historia del Barrio Chino de Barcelona, libro que acabaría escribiendo y publicando con una foto de Joan Colom en la portada, esa foto en que no acaba de saberse si es teta o chepa lo que asoma por el muro. Sin embargo, la experiencia del archivo fue mucho más allá del libro y aún alimenta su vida.

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Llegaba allí sobre las nueve de la mañana. Todo era frío e incómodo, a excepción de Carmen Larrucea y Fabiola Zuleta, las archiveras, que hacían por él mucho más de lo debido. No era frecuente que atendiesen a escritores. Los empleados de los archivos suelen tratarlos con deferencia. Saben que el libro que escriban tendrá la huella de sus manos. Los escritores hacen algo más que fascina a los archiveros: dan un sentido a su trabajo disperso. Esto es verdad en el sentido más humilde. Los archiveros tienen los números y el escritor un lápiz que los va uniendo hasta sacar un hermoso fantasma. Los escritores excitan a los archiveros: los fantasmas existen y sólo se trata de unir los puntos.

El fantasma de Villar es el crimen. No sabe decir qué ve en la sangre. Le interesa. Secamente. Quiero decir sangre seca. O sea que los crímenes actuales no le interesan y jamás se dedicaría a ellos. En los crímenes del pasado acaba pesando más la última palabra. Llegaba a las nueve, se sentaba bien abrigado y abría una carpeta, más o menos escogida al azar. Donde se narraba el asesinato de Antonia Santamaría, a la que llamaban la Laura. Había destacado en Casa Emilia, pleno burdel de la época. Volvía una noche y la mataron. El escritor iba leyendo. La historia no está organizada como en los periódicos. Los relatos empiezan por el principio. La llamada desde un lugar. La policía se presenta. El descubrimiento del cuerpo. Las primeras investigaciones. El expediente se alargaba durante muchas páginas y mucho tiempo. Al fin, un oficio daba cuenta de que las investigaciones sobre el asesino de la Laura no habían dado resultado y Villar emergía del sótano, aquella mañana, con el peso de un condenado. Pero al día siguiente ya estaba metido en otro grave problema. El envenenamiento de Teresa Gubern y Carlos Folch, de familias burguesas, a manos de sus cónyuges. Sus cónyuges eran amantes. Era Barcelona y era 1940.

Entre medio de las grandes narraciones se deslizaban breves hojas de ruta. Desoladas. Los bujarrones (era, con invertido, uno de los dos nombres técnicos) atrapados en la falda de Montjuïc. O girando histéricos en los caballitos de las atracciones Apolo. De camino al urinario del Arnau. La persecución de la homosexualidad era habitual en esas pequeñas diligencias. Como la corrupción de menores. Es interesante ver lo que ha pasado con ese sintagma. Hoy se habla estrictamente de abusos. Corrupción transmitía un cierto asentimiento final. Se registraba la superioridad del adulto, el poder tramposo e ilegal mediante el que desarrollaba su estrategia de corrupción-seducción. Una expresión turbia. Ese sexo concebido como una degradación. Hoy se prefiere la nitidez, la limpieza denotativa del asalto. Abusos de menores. Ese sexo concebido como una violencia. Los delitos contra los menores eran muy habituales y la miseria tendría bastante que ver en ellos.

A veces Villar se sobresaltaba con la lectura de algunos de esos sumarios. Las descripciones eran sumamente minuciosas, en especial por lo que respecta a la prosa policial. De la lectura se desprendía que esa noche cualquiera los agentes habían esperado pacientemente a la consumación detrás de la puerta del burdel y que la inspección ocular tras su irrupción había probado que en el cuerpo de la menor había resto viril. Todo ello estaba contado como antes de la televisión y, sobre todo, leído después de ella. Villar se mareaba con las palabras como no se hubiese mareado nunca con las imágenes. En tres años, y extendida su mirada sobre más de treinta, encontró de todo. Drogas, también. Muchos alijos. Cocaína, aunque su gran época de los años veinte y treinta, cuando la vendían en las farmacias, ya había pasado. Y a partir de finales de los cincuenta, las primeras muestras de hachís. En el Chino las mujeres ofrecían los porros ya liados, al mismo detall que los cigarrillos convencionales. Lo único que no encontró Villar fue asesinos en serie. La ciudad pobre, corrupta, portuaria y viciosa no los había producido. Aquí siempre se asesinó a medida.

A las dos cerraban el archivo y el escritor marchaba a casa. En la última página de sus magníficas Nits de Barcelona, Josep Maria Planas despedía a sus queridos noctámbulos que "en passar per davant de Canaletes deixen les claus de la Rambla a la gent que va per feina". Villar, protegiendo sus ojos del sol, hacía lo mismo con las llaves del presente.

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