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Columna
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A propósito de Eduardo Zaplana

Critiqué el otro día en una tertulia radiofónica, con inusual dureza para mis hábitos de tolerancia, unas declaraciones de Eduardo Zaplana. Las juzgué un "despropósito" de carácter "insultante". El portavoz parlamentario del PP acababa de calificar el que Manuel Marín le hubiese denegado la palabra en las Cortes "no como un acto propio de los regímenes democráticos, sino de una dictadura".

Mantengo lo exagerado de la comparación del portavoz popular. Sin embargo, no es cierto que, por extensión, Zaplana hubiese afirmado que viviésemos hoy día en España bajo un régimen dictatorial. Entonces, ¿a qué se había debido mi ensañamiento verbal absolutamente desproporcionado con su intervención? ¿No me estaría dejando contagiar por cierta moda anti-Zaplana imperante, más visceral que ideológica, más emocional que razonada?

Es verdad que resulta difícil, si no imposible, encontrar en los medios de comunicación valencianos no ya opiniones amables sobre el ex president de la Generalitat, sino ni siquiera análisis objetivos sobre su labor. Por eso, sé que sacar hoy día este tema a colación no me va a hacer más simpático entre determinado personal.

Mi amigo Faustino F. Álvarez, veterano y magnífico periodista, cuenta a veces la anécdota de un empresario asturiano que se paseaba por la calle cuando la revolución obrera de 1934. Uno de sus trabajadores se le acercó presuroso: "Pero Don Anselmo, ¿cómo se le ocurre pasear por la calle con lo que está ocurriendo? ¿No ve que alguien le puede hacer mal?". El otro le miró perplejo: "¿A mí? ¿Hacerme mal? ¡Imposible, porque yo no he hecho a nadie un favor en mi vida!".

Es poco probable que el empresario de esta historia hubiese leído a Tácito. El historiador romano, en sus Anales, ya explicaba que "los beneficios, si son demasiado grandes, en lugar de reconocimiento despiertan odio". Siglos más tarde, el francés La Rochefoucault razonaba así: "Casi todo el mundo encuentra placer en pagar las pequeñas deudas; son muchos los que satisfacen también las medianas, pero rara es la persona que no muestre ingratitud si los débitos con considerables". Por eso, en otro lugar apostilla, en la línea de Tácito: "Los hombres no solamente suelen olvidar los beneficios recibidos, sino que llegar a odiar a los que se los hicieron".

Como todas las frases redondas y rotundas, seguramente son exageradas. Pero tienen su punto de razón. Cuando Juan José Lucas presidía la Junta de Castilla y León, debió acometer la concesión de 50 emisoras radiofónicas de FM entre unas 250 solicitudes recibidas. Con estoica resignación, se sinceró días antes de aquella fecha: "Mira, haga lo que haga, el resultado final será el de 200 solicitantes agraviados, y otros 50, desagradecidos".

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Todo este largo exordio pretende razonar que resulta difícil valorar hoy día con objetividad la labor de Eduardo Zaplana en la Comunidad durante sus ocho años de mandato.

Su actuación más controvertida ya ha sido señalada por sus detractores: el uso exagerado de la inversión pública como motor del desarrollo económico -¿es que habría bastado entonces la iniciativa privada?-, con el gran endeudamiento público resultante.

Ésa es, probablemente, la mayor hipoteca a pagar en los próximos años por una economía que ha crecido en los últimos ejercicios a un ritmo superior a la media española y con una creación de empleo mayor que en el conjunto de España.

Al margen de los temas económicos, hay que ponderar, aunque sea a vuelapluma, la distensión producida en la vida pública durante su mandato: fin de guerras ideológicas fratricidas, integración territorial y abandono del agravio victimista por parte de Alicante respecto a Valencia, mejora de la convivencia con la Cataluña de Jordi Pujol, mayor presencia de la Comunidad en los foros nacionales e internacionales, pluralismo en los galardones institucionales y remate con la creación de una Academia Valenciana de la Lengua no partidista, con vocación de encuentro y sin ánimo de exclusión.

No era la intención de este artículo hacer un balance de los dos mandatos de Zaplana al frente del Consell, ni siquiera de forma somera y precipitada. Ni había espacio para ello, ni uno es la persona más cualificada para hacerlo. El propósito, más modesto, ha sido constatar una moda de criticismo -y no en el sentido kantiano de la palabra, precisamente- hacia el personaje, la cual sustituye muchas veces el análisis por la descalificación, y la argumentación por el simple eslogan.

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